domingo, 8 de abril de 2012

DULCE DE MEMBRILLO

CONCEPCIÓN

Antonio Campillo Ruiz                                               A Concepción, mi abuela.

Concepción

   Los dedos de Concepción eran largos y nudosos. Semejaban sarmientos podados en los que sólo se habían dejado dos nudos. Se encontraban unidos a la cepa leñosa, vieja y seca de su brazo por medio de una ancha palma fina y pulida, sin las marcas arrugadas que señalaban el camino a las lectoras del futuro y del pasado. Concepción sólo sentía el presente. Su pasado lo había borrado, consciente de no tener fuerza para recordarlo. Su futuro lo presentía tan cercano, que no quería hablar de él. A su edad, noventa y cuatro años, esperar, solo esperar.
   Concepción no sabía leer ni escribir. Cuando tenía siete años, antes de su primera comunión, había asistido un día a la escuela. Aprendió todas las letras del abecedario pero no tuvo tiempo de saber cómo se unían porque al día siguiente su madre le dijo que, mientras ella estaba en la escuela como una señorita, había tenido que ordeñar la vaca y echar comida a los conejos. Esas tareas eran de ella pese a su corta edad. Le dijo que ya tendría tiempo de ir a la escuela y que, para ir a la iglesia y hacer su trabajo, bastaba con lo que sabía. Concepción nunca volvió a la escuela. A pesar de ello, inventó su propio método para contar las arrobas de limones, los higos chumbos que debía recoger con su larga licera rajada, los huevos de las gallinas y los litros de leche que daba la vaca cada mañana.
   Antes de Todos los Santos, Concepción decidía pelar los apetitosos membrillos amarillos. El espectáculo para todos los niños del barrio estaba asegurado. Su habilidad con el viejo cuchillo, cuya empuñadura de madera estaba tan seca como su piel, era tan prodigiosa que, deslizarlo por la fruta, producía en quien lo miraba un sopor parecido a la hipnosis. Se dejaba rodear por los niños y, sin hacer el menor gesto, comenzaba su tarea con decisión. El corte era tan preciso que no desprendía ni un solo gramo de la blanca pulpa y sobrepasaba las irregularidades moviendo el cuchillo como una prestidigitadora. Los niños miraban extasiados y, cuando toda la piel caía enroscada formando un largo látigo en el pequeño capazo de esparto que ponía entre sus pies, contemplaban su nueva y caprichosa forma.
   Con parsimonia, Concepción partía en pequeños trozos, poco a poco, toda la pulpa y nunca rompía el receptáculo en el que se encontraban las semillas negras y ovaladas, pues una vez contó a los niños que era malo tocar las semillas de los frutos que tenían pepitas. Pelaba y partía treinta, cuarenta, membrillos. Los asimétricos trozos caían en una enorme cacerola redonda, de color rojo y con puntitos blancos en su interior azul. Alguna vez se levantaba de su baja silla de madera de morera ensogada con cordelillo marrón, se volvía de espaldas al corro de niños y simulaba coger algo. Alguien, inmediatamente, cogía un trozo y, abriéndose paso entre sus compañeros, corría comiendo con avidez aquella fruta áspera y jugosa. Ella sabía lo que había pasado, lo apreciaba con su certera mirada.
   Posteriormente, Concepción, ya sola, emprendía la laboriosa tarea de transformar la ácida y dura pulpa en un manjar exquisito. Cocía a fuego lento toda la masa carnosa que se deshacía en la poca agua que echaba y, con una precisión que para sí quisieran los maestros pasteleros, calculaba la cantidad de azúcar que debía añadir. Era una masa difícil de mover con la rasera de hierro y nunca podía dejar de hacerlo, porque se transformaría en una pasta quemada. Con lentitud, toda la mezcla se iba convirtiendo en una masa rojiza que borboteaba el agua sobrante en diminutos volcanes de vapor, mientras se ligaba íntimamente el azúcar con los membrillos. Siempre que apreciaba un cambio en la consistencia, que sólo ella sabía distinguir, retiraba de la pequeña cocina, alimentada por un fuego de leña, la cacerola que crepitaba y que debía pesar lo suyo. Si no la introducía inmediatamente en un gran lebrillo con agua, la masa se pegaba, así que rápidamente con un cucharón la distribuía en todo tipo de recipientes: cajas de cartón que había forrado en su interior con un papel especial, pequeños moldes de hojalata rectangulares...
   Concepción no tenía tiempo definido para su trabajo ni terminaba antes de completar todo el proceso. A sus nietos les gustaba rebañar con el dedo índice la masa todavía un poco caliente y chuparla con avidez. De vez en cuando ella daba con sus rudos dedos un ligero golpe en las manos de los niños, que notaban su dureza leñosa como una caricia, y ponía a enfriar los recipientes, organizados por orden de consumo, en el poyete de baldosas rojas debajo de las grandes cúpulas de las dos chimeneas. Al endurecerse la pasta, la introducía en ollas y cacerolas con tapaderas para evitar el polvo o cualquier otra sustancia y se consumía en rebanadas con la forma del cacharro que le había tocado. Las meriendas estaban aseguradas y el manjar casi nunca se acababa antes del siguiente verano.
   Cuando murió Concepción, empezaron a ponerse tristes los membrilleros plantados en los ribazos de las escorrentías de su huerta. En menos de seis meses todos habían muerto. Según unos, por las malas aguas, según otros, porque como ella, nadie los cuidaba. En realidad no quisieron producir más frutos para que otras manos que no fueran las suyas hicieran el exquisito dulce de membrillo.

Antonio Campillo Ruiz

8 comentarios:

  1. Uma linda história de vida, relatada com a sensibilidade de quem muito a admirou e admira. Também acho que não queriam outras mãos lhes tocando e colhendo, por isso morreram. Um belo texto. Um grande beijo querido amigo.

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  2. Probablemente su muerte se debió a la tristeza de no poder seguir con sus quehaceres diarios, su servicio a los demás.
    Ella, que se tenía que valer de los demás por su falta de formación, se volcaba sobre todos y quería llevar adelante la vida de quienes la ayudaban.
    Muchas gracias por tus palabras.

    Un fuerte abrazo, querida Gisa.

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  3. A veces el no hacer, lleva al no querer vivir.
    Pero tu abuela es un ejemplo de dinamismo.

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  4. Bonita historia amigo Antonio. Todo un ejemplo, tú mismo, tu relato y su personaje. Enhorabuena.

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  5. Así fue, Alicia. Jamás pudo estar quietita. Siempre, durante su larga vida, trabajó por y para los demás.

    Un fuerte abrazo, querida Alicia.

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  6. Enrique, creo que de nuestros mayores, los de todos, poseemos anécdotas y sentimientos tan tiernos como eternos.
    Espero que de nosotros también los tengan nuestros seguidores...

    Un fuerte abrazo, Enrique.

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  7. Hermoso relato Antonio. Siempre hay un olor, un sabor, una textura y un inmenso amor que nos une a nuestros abuelos. El dulce de membrillo es la abuelita en toda su dimensión de carino y abnegación para aquellos que formaban su mundo ... su vida.

    Un beso grande

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  8. Así es, Mi Ventana. Como dices, un mundo de sensaciones físicas nos han unido siempre a nuestros abuelos.
    Es, igualmente, muy difícil que pueda olvidar momentos vividos con ellos. Conocí y disfruté de sólo tres, desafortunadamente. Y de ellos, dos de imborrable recuerdo.
    Un día intercambiaremos otros muchos relatos que no son para este blog.
    Muchas gracias por tus palabras.

    Un fuerte abrazo, querida Tere.

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