lunes, 28 de octubre de 2013

UNA MORADA PARA LA LUZ II

VISITA A LA BELLEZA

Antonio Campillo Ruiz


   Aprendices novatos, expertos jóvenes que empezaban a dominar el oficio y especialistas, acudieron prestos con sus pesados mandiles de gruesa piel y máscaras protectoras de madera con visor, al centro de la gran nave de trabajo ante la llamada de la campana que tañía sin descanso con ensordecedor tintineo. El maestro Arnaud de Moles llamaba a reunión.

  
̶  ¡Que todos pongan atención! He logrado una información que nos puede ayudar en nuestro trabajo y en la formación de los nuevos trabajadores, plomeros, carpinteros y vidrieros. Si es cierta, tendremos que dedicarnos desde este momento a ensayar nuevas mezclas que superen cualquier vidrio obtenido anteriormente y medios para que las uniones sean más fuertes y finas. Su pureza debe transformar la luz hasta conseguir unas imágenes tan reales que perdurarán por siempre. Hoy se me ha comunicado que sobre la antigua basílica románica se va a construir una catedral gótica que será la más grande de Francia. Quieren que su luz eleve el espíritu de fieles y peregrinos como si del Cielo se tratase. Teniendo en cuenta los trabajos de cimentación y, según los planos que he podido ver, tendremos unos diez años de preparación de muestras y diseño de las figuras que debemos colocar alrededor de toda la girola. Los problemas no serán pocos. Al proceso de investigación, coloreado y emplomado que perdure eternamente, debemos añadir las proporciones enormes que tendrán las figuras y su entorno que, como todos sabéis, en las paredes góticas son más altas y puntiagudas. Cada uno recibirá su salario hasta la terminación de las vidrieras, aumentándose al doble cuando se trabaje en el cerramiento de todos los ventanales. ¡Pero deben ser las mejores de Francia! ¡Deben asombrar a todo el que las mire! ¡Deben transformar la luz y retenerla para el disfrute y piedad de todos los creyentes de la Iglesia verdadera!


   Un grito unánime hizo temblar los vidrios transparentes de aquel taller de Saint-Sever Cap de Gascogne en las Landas. Los trabajadores recibieron la buena nueva con alegría aunque se encontraban pesarosos por la pérdida de la basílica del siglo XI que ya era un poco vieja, teniendo en cuenta que era el año de gracia de 1489. El maestro Arnaud se encontraba en la plenitud de su creatividad a sus veintinueve años y todos los componentes del equipo, entusiasmados, se encontraban inquietos por empezar a experimentar. Era un proceso largo y también debería ser secreto. No era fácil encontrar yacimientos homogéneos de sustancias químicas que pudiesen poseer el mismo tono de color en su mezcla con el cuarzo. Tampoco era fácil la reducción de las emplomaduras porque la resistencia al aire debería ser suficiente como para soportar la tormenta más fuerte. Además, cuando tuviesen todo preparado, se trasladarían a Auch y montarían allí sus hornos y sustancias vítreas para terminar las vidrieras conforme las fuesen construyendo.


   El tiempo fue pasando y el cansancio se adueñaba de todos. El trabajo era intenso y no había ni empezado. Cientos de tarros con muy diversos colorantes y grandes sacos con cuarzo de una pureza extrema se encontraban ordenados y separados cuidadosamente. El almacén solo trabajaba encargos que servían de prácticas a los aprendices. Toda la actividad era un duro trabajo en el campo y posteriormente miles de ensayos. Grandes libros recogían el fruto de sus experiencias y eran guardados cuidadosamente por el maestro Arnaud en una alacena con una gruesa puerta de acero y una llave con cuatro secretos. En efecto, la Catedral de Sainte-Marie en Auch iba a ser enorme: la planta, que el maestro recorría con preocupación y mucha atención, medía cien metros de largo por cuarenta de ancho en el crucero. La girola, su miedo y ansia, iba a poseer demasiadas capillas y el trabajo sería mayor que el estimado en un principio.

   Hacia el año de gracia de 1507, ocho años más de los calculados, empezaron los trabajos de las vidrieras. El taller lo tenía todo preparado pero nadie sabía qué figuras se enmarcarían y qué novedades bullían en la cabeza del maestro Moles. En los últimos años, habían recurrido a trabajos cotidianos y el maestro parecía que diseñaba de forma diferente, más atrevida, menos piadosa pero más perfecta. Las Sagradas Palabras eran interpretadas de forma muy diferente a los proyectos originales. Se pasaba horas y horas dibujando en grandes planchas de papel que rompía con disgusto o guardaba sin que las viesen sus trabajadores. Cuando empezaron a construir las vidrieras, casi sin terminar los ventanales, la Sagrada Biblia se encontraba en todas ellas pero también unas Sibilas que eran unos motivos de belleza, o disgusto, para quienes las observaban. Las obras del taller de Arnaud de Moles terminaron el año del Señor de 1513 y su belleza fue del agrado del maestro. Tal como predijo, la luz posee una morada en sus vidrieras que invitan a los fieles a visitarlas y compartir con ellas la belleza del Cielo. 

Antonio Campillo Ruiz


viernes, 25 de octubre de 2013

EL FUMADOR

LA OFENSA

Antonio Campillo Ruiz

Matt Ragen

   Una humareda salió por todos los agujeros de su cara. Parecía imposible que aquella pintura cetrina sobre los huesos de un cuerpo esmirriado pudiese absorber tanto humo de una vez. El cigarro que fumaba poseía la pestilencia del tabaco sobrante de la pequeña industria de liar que se encontraba frente a su casa, tres manzanas más arriba de la última cuesta del pueblo. Si no hubiese estado apoyado en la pared, cualquier viandante podría pensar que se rompería de un momento a otro. Su sombrero, calado hasta las cejas, tenía el color indefinido de la insolación y las líneas de color blanquecino producidas por el sudor. La barba, larga, blanca,  descuidada y su piel requemada sostenían unos ojos hundidos pero inquietos, vigilantes, prevenidos. La pared, de color azul, manchaba su camisa blanca pero prefería esperar allí, de pie, que no en el interior de la cantina, en cuya pared se apoyaba, que olía a ron y humos de la cocina. Su decisión era firma y no le importaba otra cosa que la llegada de aquel pendejo que se creía un señorito que podía reírse de todos siendo sólo un capataz.

   Hacía ya una semana que su hija le dijo que la maltrató. No pudo conseguir que le explicase qué había sucedido pero sabía que nada bueno. Esperaba al chulito desde entonces. Después que su mujer les dejara para siempre, el hambre, habían podido malvivir del trapicheo y los trabajos más duros. Con la misma hambre, eso sí. A diferencia de él, que sólo sabía fumar, escupir y envejecer, su hija cada día era más linda y ya estaba llegando a ser toda una mujer. La señora Sara, que tenía un caserón enorme y unas tierras ricas, la llevaba a su casa para trabajar y podía comer todos los días. Él fumaba y esperaba, siempre esperaba sin saber qué. Ahora sí sabía a quien esperaba. Aquel chulo, hijo de mala madre, le iba a pagar lo que le hizo a su hija. Otra vaharada de humo salió a presión por los agujeros de su nariz. El cigarro estaba en su fase final y le gustaba más: esa parte había recogido todo el jugo de las hojas quemadas al principio.

   El sol se encontraba en lo más alto de su recorrido. El cigarro se había consumido. Tres escupitajos formaban una fortaleza a su alrededor. Por el extremo de la recta calle se acercaban a la cantina cinco hombres. Parecían  tener prisa porque levantaban el polvo del suelo con su violento paso. Aguzó la mirada y sus ojos se transformaron en vivaces escrutadores de las caras que se acercaban. ¡Allí estaba aquel mamarracho! Introdujo la mano en uno de los bolsillos de sus viejos y desgastados pantalones. Con celeridad sacó un revólver tan escuálido y viejo como él. Lo había preparado y engrasado cuando amaneció y lo cargó con lentitud, bala a bala, notando el frío de la muerte en cada una de ellas. Cuando los cinco hombres se encontraban a unos pocos metros levantó el arma y todos se detuvieron en seco. Anduvo dos pasos hacia su enemigo, apuntó a la cara de aquel que era su maldición y sin mediar palabra disparó. Un cañonazo resonó con ensordecedor estruendo en toda la calle. Los cinco hombres huyeron despavoridos. El sonido no se repitió. Volvieron sobre sus pasos y encontraron al agresor destrozado de cintura hacia arriba. Sus huesos era lo único que veían, sus huesos y sus negros pulmones. El viejo revólver había explotado en su mano y toda su potencia de fuego la transmitió a su cuerpo. Una voz imperativa ordenó: “¡Llévense esa basura de aquí!”

Antonio Campillo Ruiz

martes, 22 de octubre de 2013

ROBAR LOS SUEÑOS

LADRÓN DE SÁBADO

Antonio Campillo Ruiz

Robert Doesburg

   Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: “¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?” Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir. 
   A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y, mientras escuchan al gran Benny cantando “Cómo fue” en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
   A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
   En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente, se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
   Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio mientras anochece.

Gabriel García Márquez

Robert Doesburg

sábado, 19 de octubre de 2013

DERECHO DE PERNADA

AMOR A TRES BANDAS

Antonio Campillo Ruiz

Aleksandr Sulimov

El señor feudal gozaba del derecho de pernada, que le permitía conocer bíblicamente a todas las doncellas del pueblo la noche de su boda. Nunca se cansó de ejercer su privilegio, lo que le había proporcionado una gran experiencia con las mujeres, que nadie podía igualar en la vastedad de sus territorios, y un extraordinario domino en el arte de amar, que las muchachas núbiles le agradecían y los mozos ofendidos le envidiaban. Pero un día, entre las que estaban obligadas a concederle la primicia de su desfloración, se encontró con una pastora que poseía el don de la belleza insólita, una piel de caramelo y en grado supremo el secreto del amor insondable, y naturalmente se enamoró de ella, después de tanta campesina zafia y tanto pingajo con faldas y bisutería de buhonero. El descubrimiento trastornó al señor que se hundió en aquel amor sin fondo, como si fuera un reto a su orgullo desmesurado, que no tenía término ni satisfacción ni hartazgo y que nunca había conocido nada igual. Sin embargo, la muchacha amaba a su esposo, que era tosco, torpe, fuerte y bueno, que la quería con el amor tranquilo de los domingos y el amor generoso de todas las primaveras azules. Durante algún tiempo la recién casada compartió sus deberes matrimoniales con el siervo y la debida obediencia al señor, que la deseaba para él solo, de un modo absorbente y enloquecido. Ella no sabía qué hacer entre el gozo inefable de la sabiduría erótica de las noches del castillo y la adoración sosegada y cotidiana en la humilde cama de su pobre casa, aunque sus dos hombres sí sabían lo que tenían que hacer para acabar con aquella situación insostenible, que agradaba tanto a la pastora como enfurecía a su marido y a todos los hombres del pueblo, asistidos además de otras muchas razones para dejarse arrebatar de la rabia homicida de la rebelión. El mozo, con la ayuda de unos cuantos, urdió la muerte de su amo; pero su señor se les adelantó y mandó que les cortaran la cabeza, porque para algo era señor de horca y cuchillo. Y, entonces, la pastorcita degolló al señor en la cama de sus multiplicados éxtasis, porque no aguantó el abuso de aquella tropelía que la había privado del triángulo mágico de su felicidad y la había dejado viuda en plena juventud y con dos criaturas. El dolor de la doble pérdida se fue apaciguando con el tiempo y remansándose en la contemplación de sus dos hijos, en los que misteriosamente, sobre la base de la belleza materna, se mezclaban en ambos los rasgos de sus dos posibles padres, lo que hacía más dolorosa la memoria del paraíso perdido.

Luciano G. Egido, “Veinticinco historias de amor y alguna más”

Alejandro Rosemberg

martes, 15 de octubre de 2013

FUEGO SAGRADO

UNA ENFERMEDAD NADA DIVINA

Antonio Campillo Ruiz

Javier Arizabalo

   El “fuego de san Antonio” es una enfermedad, conocida también como ergotismo (del inglés ‘ergot’, nombre del claviceps purpúrea), que es causada por la ingesta de alimentos elaborados con centeno parasitado por dicho hongo. Las propiedades del claviceps purpúrea eran conocidas desde la Antigüedad (en una tablilla asiria del siglo VII a.n.e. se advierte del riesgo que supone el centeno contaminado con “pústulas negras” y Plinio dice que el pan preparado con harina infectada por el cornezuelo produce “vértigo”. Asimismo, las mujeres utilizaban los “granos negros” para provocar abortos y detener las hemorragias), pero fue A. Hofmann quien descubrió su estructura química en 1943; gracias a él se sabe que el cornezuelo contiene una mezcla de alcaloides: la ergonovina y la diamida del ácido lisérgico, muy visionarios y de escasa toxicidad; la ergotamina y la ergotoxina, mortales. Las epidemias en Europa fueron infrecuentes pero desesperanzadoras (todavía hubo una en Rusia en 1888 y la última en el pueblo francés de Pont-Saint-Esprit en 1951) porque no se dejó de consumir pan de centeno; sus víctimas decían padecer el “fuego o fiebre de san Antonio” (‘ignis sacer’, fuego sagrado) ya que sentían una quemazón que terminaba corroyendo sus brazos y piernas y, si en la Edad Media creían merecer la enfermedad como castigo divino por su muchos pecados, en pleno siglo XX los hubo que la creyeron provocada por los experimentos inconfesos de los norteamericanos (R. L. Bouchet apuntó hacia el metilo de mercurio, un agente fungicida hoy prohibido usado en los años cincuenta para cultivar cereales). A primera vista parece irónico que la enfermedad recibiera el nombre de un santo que fue tentado por visiones, pero  es que los numerosos hospitales que acogían a los enfermos eran atendidos por los Hermanos Hospitalarios de San Antonio.

Roberto Ferri

jueves, 10 de octubre de 2013

PREPOSICIONES: HASTA

HASTA LA SOLEDAD

Antonio Campillo Ruiz

Andrius Kovelinas

   El pasado plenilunio me llevó, como a la Luna, hasta la soledad más desamparada y triste. Tal vez coincidiese con el cambio estacional que siempre me somete a la prueba de una melancolía que se acrecienta durante los días, cada instante más raudos, en su eterno cambio. A pesar de todo, hacía ya tres largas jornadas que me encontraba sola. Él se había marchado. Por fin, desde que marchó, pude ocupar mi lugar favorito entre las enormes piedras que, desordenadamente ordenadas, conforman el protector espigón del rompeolas, en espera del atardecer que tanto me gusta presenciar en el infinito horizonte del mar. El progresivo cambio de colores en el cielo presagiaba un espectáculo muy bello. No me encontraba apenada ni sola. Simplemente estaba serena y contenta. Mi sillón de piedra estaba formado por unas oquedades que la erosión del mar había esculpido entre dos rocas.
 Se encontraba hacia la mitad del amplio espigón y, durante los días de fuerte viento, no podía ocuparlo debido a que era cubierto por las enormes olas que rompían con fuerza. Ahora mis conversaciones conmigo eran más fluidas, más alegres. Ya no tenía que estar pendiente de la palabra justa o el sentido que se podría interpretar de tal o cual expresión. Estaba cansada de este ejercicio, al que libremente me había sometido, conscientemente, con todas sus posibles consecuencias. Sabía que no podía ser de otra forma. Tengo la certeza de que todos, todos los humanos que nos encontramos en estas circunstancias, actuamos en este inmenso retablo de un solo acto, sin director ni apuntador. Cada mínima unidad que conforma una pareja le llama como quiere, como mejor se adapta a su comportamiento en común. Para mí siempre ha supuesto un error denominar lo indefinible, por ello, nunca he colgado el sambenito de un nombre que muchas veces posee connotaciones ridículas. Sospecho que me falta muy poco para seguir soportando una situación abocada a llegar hasta la soledad. Y con gusto. ¡Qué maravilla! Acaba de reflejarse un rayo de sol sobre el sereno mar y ha iluminado de color anaranjado la escollera. Sólo existen unas pequeñas nubes en el cielo que están transformándose en pequeños algodones de colores. Poder contemplar este espectáculo es lo más importante para sentir la Naturaleza.


   Estoy harta. Me cansa que me soben sin orden, sin consideración hacia mí sino hacia él. Con la desidia propia de quien va a su avío creyendo que es un campeón acariciando. ¿Acariciando? Querrá decir estrujando o simplemente palpando. ¡Amigo mío, no sabes acariciar! Eres la negación de una caricia. Jamás has preguntado, solicitado o inventado, una nueva fantasía en mi cuerpo, ¡con las que tengo por descubrir y con las que sueño! Sí, es cierto que no he querido quitarte el capirote de mago del cuerpo femenino, me he conformado. Simplemente eso, simplemente me he dejado arrastrar. Pero tú si que habrás podido patentar algunas de las excitantes caricias que me pertenecen. Tu ego se habrá apoderado de su invención y buenos resultados. ¿Que podía decirte lo que quiero o no quiero? Pues sí, a qué negarlo. Pero. ¿sabes una cosa? ¡Se pierde tanta espontaneidad, tanta sorpresa, tanto placer…! Entre mis inventos hacia ti y tu torpeza hacia mí, podríamos decir que somos una pareja feliz. ¡Ay!, pero sé que no es así. Cada día me alejo más del placer y busco llegar hasta la soledad para contigo y mi acercamiento hacia el placer de vivir y sentir las transformaciones que se pueden realizar en nuestro entorno y, que siempre diferentes, mejoran de un día a otro, de una estación a otra, de una arruga en la cara, que el tiempo favorece, a otra. La armonía y belleza de la que estoy disfrutando en este momento eriza mi cabello, me agita, me lleva a los inigualables placeres de sentirme viva y de poder pensar en mis fantasías, que se cumplirán, ¡vaya si se cumplirán! Probablemente no contigo. Pienso que para ti ese nombre tan manido y de incierta interpretación, el amor, te queda un poco grande. ¿Que crees, que la palabra amor está asociada al placer sin más? No, amigo, no. El placer puede ser la culminación material de una parte importante, sin duda, del amor. Pero inventar juntos, sabernos totalmente, gustar de las exquisitas manifestaciones de complicidad que ofrece la vida, poseer un paralelismo mental cual si se tratase de telepatía, visionar antes de hacer y sentir cualquier aspecto de la vida en común, eso es el néctar de lo que llamamos amor. Sinceramente, te faltan todos los aspectos colaterales excepto el cansancio por trabajo buscando el placer entre nuestros cuerpos. Y cuando no existe ese cansancio, ¿qué? ¿Quién es el que no lo desea tú o yo? ¿Quién no lo puede realizar, tú o yo? ¿Muere entonces el amor? ¡Ah!, pues debemos ser jóvenes y vigorosos siempre o de lo contrario en un tiempo, no excesivo, el amor no tendrá sentido. Siempre te he amado con la profundidad que denota la palabra. No sé si me amas igual. Siento que necesito algo que esperaba encontrarlo en el amor y que no es, precisamente, el placer del sexo, para eso me basto sola. Es el placer entre ambos en el sexo. El placer entre ambos en la belleza. El placer entre ambos en las ofertas maravillosas de un lugar, en el que vivimos, tan solitario en el Universo como único. Es el placer de mirarnos y sabernos. Es el placer de contemplar esta maravillosa puesta de sol pensando que un poco tiempo después nos besaremos apasionadamente, como el primer beso que me diste cuando bailábamos. He iniciado un camino que me llevará hasta la soledad, aparentemente, porque mi meta es fundirme con quien pueda hacerme sentir, persona o cosa, aunque sea por unos instantes: el amor.   

Antonio Campillo Ruiz 


lunes, 7 de octubre de 2013

OLORES NATURALES

ES UNA LIMA BEBÉ…

Antonio Campillo Ruiz
A Paola


- Te voy a enseñar un árbol que tiene un fruto con un aroma, ¡hummm…!, exquisito. Se llama lima. Ahora va a beber mucha, mucha agua, para crecer y hacerse muy grande. ¡Es tan bonito! Huele las limas...

- Sí, huelen muy bien –dijo la niña oliendo con mucho cuidado dos frutos que se encontraban unidos en la misma rama- Y ¿por qué tienen tanto olor?

- Para que las comidas sean más dulces; además con ellas se hacen refrescos y perfumes. Ven, vamos a coger algunas, pequeña.

- ¡No! No cojas ninguna, por favor, abuelo. No quiero que le hagas daño. Son unas limas bebé y su mamá, la rama, y su papá, el árbol, se enfadarán si las cogemos. Me vas a entristecer mucho si le haces daño. No se necesitan para hacer la comida. ¿Qué vamos a hacer con ellas?

- Pues…, olerlas. Enseñarlas en casa para que las vean y…
  
- Que vengan aquí y las huelan. En el cole me dijo mi seño que los frutos crecían para que las semillas que tienen dentro, cuando sean mayores, caigan al suelo y nazcan más árboles que crecerán mucho y se harán enormes. Después, de las flores, saldrán más frutos y así toda la tierra tendrá muchos árboles. ¡Que bonitos serán!

   El abuelo no pudo rebatir la delicada teoría de la seño de su nieta y ambos estuvieron un buen rato aspirando aromas diferentes y disfrutando de olores, algunos no percibidos anteriormente y contando cuantas limas eran bebés y cuantas eran ya mayores. Nieta y abuelo poseían un olor diferente y ambos aprendían, cada día, que se debía vivir respetando a todos los seres vivos, aunque oliesen de forma diferente unos de otros. 

Antonio Campillo Ruiz

sábado, 5 de octubre de 2013

CADENAS VIVAS DE PALABRAS

Pida la palabra, pero tenga cuidado

Antonio Campillo Ruiz


   Cuando el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, ésta le zampó un mordisco de los que te dejan la mano hecha moco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por la piel del pescuezo si, por ejemplo, se trata de la palabra ola  pero que aqueja hay que tomarla por las patas, mientras que asa exige pasar delicadamente los dedos por debajo como cuando se blande una tostada antes de untarle la manteca con vivaz ajetreo. ¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y proclive, ya que estamos? Se la agarra por arriba como a un rabanito, pero con todos los dedos porque es pesadísima. ¿Y pesadísima? De abajo, como quien empuña una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que ahora usted puede seguir adelante, doctor Lastra

Julio Cortázar 


Ajetreo