martes, 25 de noviembre de 2014

HELIOTROPOS III

ADOCENAMIENTO

Antonio Campillo Ruiz


A mi gran amigo
Manolo Fernández


   Juan olisqueaba por enésima vez sus manos mientras esperaba al camarero para solicitar un café muy caliente. La mañana era fría y el viaje largo y aburrido. Hacía media hora que había tenido una conversación que provocó un malestar, sentido otras muchas veces, muy considerable. Cuando se detuvo en la estación de servicio de combustible para el coche, esperó un tiempo prudente hasta que una voz metalizada le conminó a echar el combustible o dejat el lugar libre. Al bajar del coche leyó en un letrero del surtidor que aquel aparato era de self service (barbarismo admitido por la RAE con la definición de: autoservicio). Se irritó por dos causas. La primera porque escribían en idioma extranjero lo que podían expresar en español. La segunda porque llevaba el depósito del coche vacío y no podía hacer lo que era ya una costumbre: arrancar el coche y marchar hasta un surtidor en el que el servicio fuese humano, en el que hubiese un trabajador que podría vivir de un sueldo honradamente trabajado. Hizo una señal a una mujer que se encontraba sentada en el interior del edificio/tienda sin obtener respuesta. Buscó, sin encontrar, los guantes de plástico que, en general, se encuentran cerca de los surtidores. Al no encontrarlos, cogió la cabeza de aquello que parecía un inmenso gusano enroscado y la misma voz metálica le especificó qué combustible había elegido. 
Empezó el trabajo de llenar su depósito mientras observaba los números que iban saltando en dos contadores, como si se alegrasen de su velocidad. De pronto se detuvo con un intenso ¡clac!, mientras el combustible saltaba manchando sus manos y resbalando por el coche hasta el suelo. Al volver a poner la armadura metálica de la manguera en su lugar, la voz metálica le dijo que, sin arrancar el coche, se dirigiese a la caja para abonar el combustible y le daba las gracias por haber elegido esta estación de abastecimiento. Caminó hacia los lavabos para tratar de quitarse el desagradable líquido con intenso olor a combustible que, incluso había salpicado su chaqueta. Sólo existía un pequeño lavabo en el que un grifo expelía el agua durante unos segundos. Se lavó y apretó, se lavó y apretó varias veces hasta que, a pesar de atenuar el olor, no desaparecía del todo. Mientras estaba en este quehacer, una voz de mujer le reclamó desde la puerta del lavabo, recriminándole que debía abonar el combustible directamente, que en aquella estación era la costumbre. Salió con las manos húmedas y le preguntó dónde tenía los guantes y que le facilitase un poco de jabón para limpiarse. La mujer le dijo que aquel surtidor que había elegido tenía un pequeño defecto, a veces, y no detenía la salida de combustible a tiempo. Irritado por lo sucedido, le solicitó el libro de reclamaciones inmediatamente, caminando junto a ella hasta el lugar de pago. 
Se secó las manos con unas servilletas del pequeño bar y escribió su reclamación tras abonar el importe del consumo realizado. Como siempre, indicó en el escrito de denuncia que si la multinacional distribuidora del combustible contratase  a una persona más como trabajador habría un parado menos en las largas listas que ellas mismas habían provocado y no obligarían a los consumidores a ser los trabajadores gratuitos de sus productos, mejorarían la calidad del servicio y sería más eficaz, esperando, como siempre, que los inspectores de consumo leyesen la reclamación y, de no cumplir lo reclamado, algún día nadie adquiriese combustible en estas estaciones de servicio.


   Ensimismado como estaba, Juan observó a una señora muy mayor que, con paso lento y cansado, llevaba en las manos una bandeja en la que había unos churros junto a una taza. Al dejarlos en la mesa vecina, se resbaló la taza cayendo al suelo su contenido, chocolate. Juan se levantó presto y trató de ayudar a la señora que tenía un zapato totalmente manchado de chocolate. La mujer casi se disculpó explicándole que como el vaso era de esos de papel, pues no tenía estabilidad. Tras arreglar un poco el desayuno caído, Juan se dirigió a unos de los dos camareros que había tras un largo y luminoso mostrador para solicitarle que limpiasen el suelo y le llenasen otra taza de chocolate como la caída. Su respuesta le puso rojo de rabia contenida: no podemos salir de nuestro lugar y como esto es self service tampoco podemos suministrar otro chocolate. ¿Para comer también self service en el que debes pagar primero, esperar a que te llamen, llevar a la mesa, si hay, claro, aquello que se ha solicitado y, posteriormente, arrojar los desperdicios, entre ellos vasos y cubiertos, de papel o plástico, a un gran  basurero colocado en el centro del local y situar la bandeja en un lugar determinado del cual, un nuevo cliente la volverá a utilizar?


   Los creativos de turno, a petición de multinacionales, acrecentaron nuestra “utilidad” en cualquiera de los, aparentemente pequeños trabajos, haciéndonos sentir útiles, como si estuviésemos en nuestras casas y, a cambio, redujo las plantillas de trabajadores, que necesitan realizar cursos de aprendizaje y perfeccionamiento para desempeñar unas funciones que son específicas. Al poco tiempo, los pequeños empresarios, que no pueden competir con tales monstruos, aprendieron de ellas sus técnicas provocando una gran mediocridad en la calidad de sus servicios, a imagen y semejanza de quien les ha enseñado su estrategia. Nos adocenaron alabando nuestro ego cuando decimos: “¡No, no se moleste. Yo sé hacerlo…!” No comprendimos a tiempo que no éramos nosotros los que potenciábamos el self service sino la inducción a creernos útiles y saber hacer todo tipo de servicios como resultado de la evolución moderna. No nos percatamos de los miles y miles de contratos no realizados a personas que no pueden hacer nada ante nuestro trabajo gratuito. Nuestro adocenamiento está llegando a límites insospechados en tantas facetas, empleos y atenciones hacia quienes solo quieren más y más beneficios, que limitan hasta lo insospechado una riqueza que deben compartir, en su justa medida, con empleados especialistas y no quienes aportamos beneficios a través de nuestro trabajo gratuito. Un día tendremos que observar detenidamente nuestro entorno y apreciar si los métodos adocenantes, empleados con una masa social que se  encuentra de espaldas a estas “pequeñas anécdotas”, enraizados fuertemente en la realidad cotidiana, nos han dirigido y transformado hacia un malicioso y degradante estado de ceguera total.   

Antonio Campillo Ruiz   


NOTA ADICIONAL.
Manolo Fernández jamás ha dejado que el depósito de su coche quedase vacío. Así, cuando en una estación de servicio no tenían los trabajadores necesarios para un buen servicio, seguía su camino hasta encontrar otra que sí los poseyese. Su razonamiento, siempre justo, lo explica como la sensación que tiene de robar el puesto y el contrato a un empleado que lo merece, trabajando gratis para el concesionario.

7 comentarios:

  1. Escalofríos me estaban entrando según iba leyendo y contrastando con la realidad que vivimos. Qué vida más fría y robotozada la que hemos ido aceptando en nombre de la modernidad. Mientras los empresarios se frotan las manos: llenan sus bolsillos y contra quién vamos a reclamar si somos nosotros mismos los que nos autoservimos.
    Cariñoso abrazo Antonio

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  2. Una entrada redonda y en la diana, Antonio. Yo también acostumbro a pasar de largo o poner ruedas en polvorosa (¡qué diantres querrá decir “en polvorosa”!, como diría Millás) cuando encuentro una estación de servicio sin gente que pueda atenderte y ganarse la vida: prefiero puestos de trabajo.

    Un abrazo.

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  3. Amigo Antonio, nos haces reflexionar ante esta forma de vivir, de hecho es lo que nos hace falta, reflexionar, estamos de acuerdo en este modus vivendis? hay maneras diferentes de verlo, yo, estoy mas próximo a la tuya, pero también veo alguna ventaja en estos servicios, la rapidez es una, estamos en un mundo en que cada día se mueve todo mas rápido, parece como si la velocidad fuera un mal menor necesario para vivir, los mas veteranos nos identificamos mas con la serenidad, el trato personal, la tranquilidad...tal vez nos estamos haciendo viejos, es ley de vida?
    Un abrazo tocayo

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  4. Pensar, animarse a, ver la estrategia de recuperar al ser humano frente a la máquina, ... siempre nos haces reflexionar, maestro Campillo.
    Un abrazo-e.

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  5. Lo que cuentas, Antonio, me irrita sobremanera, porque llevas toda la razón del mundo, Antonio. Cuantas injusticias y cuantas desvergüenzas por parte de los poderosos.
    Y seguimos, y seguimos, y seguimos aguantando.........
    Nos van a llevar a la ruína más absoluta y nosotros sin rechistar.

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  6. Es cierto, y que poco pensamos, la mayoría, en ello.
    Si todos hiciésemos lo mismo y ninguno lo aceptásemos, esos ‘cuatro aprovechados ‘
    por no decir otra cosa, no se saldrían con la suya. ¡Y otro gayo nos cantaría!
    Pero si yo misma, pensándolo ahora y aunque no sea lo mismo es parecido. Por ejemplo,
    alguna vez en un súper he preguntado por algo, y cuando la dependienta o reponedora
    me iba a acompañar he dicho , ¡No, no se preocupe indíqueme dónde que ya lo buscare
    yo ¡Seré berzotas!

    A algunos nos han, casi, domesticado. ¡Y así andamos!
    De ahora en adelante prestare más atención ¡Sera posible!
    Yo antes estaba más atenta , ¡estoy perdiendo facultades….

    Te dejo mi cariño Antonio.

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  7. Querido Antonio, para ti y tu amigo Manolo un cariñoso saludo, no sabes lo de acuerdo que estoy con lo que cuentas. Lo tomo como algo personal.
    No sé si seremos muchos, pero yo también me niego desde hace tiempo a recoger la bandeja y realizar toda la parafernalia con los residuos, igual que paso de largo ante gasolineras que no contratan a personal para servirnos el combustible. Con el agravante de que suelen ser empresas potentes con grandes beneficios.
    Si la caja se resiente, quizá contribuyamos a que en esa estación sí se coloque a un empleado. O no se despida al que ya existe.

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