lunes, 23 de octubre de 2017

PASEO POR LA VIDA Y LA MUERTE

EL CAMINANTE

Antonio Campillo Ruiz

Tomasz Alen Kopera Art

   Al leve arrastrar de la suela de los zapatos sobre aquellas losas antideslizantes, le seguía, cual perro faldero, el sonido de la cachaba cuando repiqueteaba en el suelo. Su cachaba procedía, según él, del árbol de la vida, directamente, de una de las ramas más rectas que había poseído y que él, con el mimo de no provocar daño ni derrames de savia, había cortado, con un ritual en el que consumió diez días. Era incapaz de recordar el tiempo que, una y otra vez, repetía su camino escribiendo una salmodia que le acompañaba y casi la cantaba sobre sus pasos. Todo nació de un no saber qué hacer pero que era imprescindible hacerlo. Se le ocurrió que caminaría, orientado y aprovechando sus largos paseos en lo que era de su agrado, nada de perder el tiempo con la cabeza hueca. Le resultó muy compleja la decisión de un trazado que no conllevase una monotonía de la que se cansaría con brevedad.

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   Valoró lugares, caminos, rutas más o menos aisladas. Así, a todos los caminos que podían resultar atractivos les fue clavando su especial espetón cual si fuese un mazo de bolillo. No se decidía y era, si no perentorio, sí importante para él. El día que tomó por el mejor de los caminos estudiados, se sorprendió a sí mismo de la osadía que había tenido. Daria sus paseos, cachaba en mano, por el cementerio del pueblo. Le pareció una idea genial. Nadie le molestaría, no existe contaminación atmosférica y saludaría a todos los amigos y familiares que se encontraban reposando después de una vida intensa, anodina, amañada, triste, solitaria o acompañada.

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   Todos su compañeros de paseo significaban para él un eterno renacimiento que, al igual que la rama que cortó, retalló nuevamente. Era el continuo germinar de las yemas que, una vez acartonada la piel viva de humanos, procuraban su transformación en seres que se autogeneraban en inmensos árboles, cuidadas luces que apenas tuvieron tiempo en el mundo conocido para alumbrar, en el amor llevado hasta el lugar que siempre pensó que deberían ocupar: la tierra directa, la fértil y bondadosa tierra que les haría crecer nuevamente y ser eternos en su esclavitud ante esa incontrolada y loca mujer, con manto y capucha para evadir la mirada directa, que no tuvo piedad de ellos. En estos lugares, tan diferente de los aportados por el mecanicismo del hombre, tendrían los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua. Ellos les purificarían y favorecerían que su mutación se metamorfosease en un nuevo ser tan eterno como la Eternidad, tan bello como el Universo y tan pleno de felicidad como el resurgir de entre sus pobres y siempre tristes miserias.

 
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   Y, de esta forma tan sencilla, tras cuatro meses de pasear, leer lápidas, estar al tanto de todas las labores que sepulturero y ayudante hacían a diario, él paseaba con la paz, que bebía con delectación cuando sólo escuchaba el roce de sus zapatos sobre el suelo y el repique de su cachaba. Fue aprendiendo de todos sus convecinos, que le acompañaban en silencio, contándose, ellos a él y viceversa, desde anécdotas hasta locas pasiones, desde falsedades en los anagramas escritos acerca de muchos de ellos hasta pueriles formas de escamotear a la anciana censura prohibida, en un lugar denominado sagrado, que se desarrolló en etapas pretéritas y oscuras. Día a día eran más suyos, más queridos, más respetados y ayudaban a crecer a los enhiestos cipreses de le eternidad. Eran tan simples los censores que siempre se les escapaba el mejor textos porque estaba escrito en poesía, el más bello in memoriam que recogía el sentir peculiar de quien lo redactó en vida para sí mismo o cualquier anagrama, a veces pintado de prisa con un simple pincel, que era definitorio de un recuerdo tan sentido, como doloroso o alegre. Un amplio abanico de ilusiones perdidas y fracasos demoledores, al igual que motivos de felicidad que nunca eran reconocidos por deudos y llorones empedernidos.

 
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   Tejer el entramado de las calles, bien urbanizadas, del cementerio le gustaba hasta tal punto que todas las tardes, lloviese o tronase, siempre iba preparado para las eventualidades que pudiesen surgir. ¡Ah!, pero, eso sí. Respetaba los momentos en los que por circunstancias de la vida y la muerte, un sepelio tenía lugar cuando se encontraba dando su paseo. Jamás hizo sino ayudar en lo que fuese posible , discretamente. Tras la inhumación, solía terminar su camino para volver a casa y descansar.

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   Con el tiempo, años, se transformó en un guía para todos los que poseían interés en un anecdotario que, sin estar expresamente escrito, él lo llevaba consigo, en su cabeza, en su cerebro, como le gustaba decir. Árboles genealógicos nacieron y murieron con las preguntas a las que respondía sin pasión a familiares, o visitantes curiosos de su saber, con seguridad, con la entereza de saber que allí estaban con él abuelos, padres, hermanos, e incluso un hijo. Las mejores personas que habría podido encontrar en su camino y con las que le gustaba intercambiar opiniones e incluso chascarrillos que trataba de sonsacar a quienes no hablan. Cuando se cansaba se inventaba la historia y les decía a todos sus eternos amigos: “¿Veis como no es tan difícil que me contéis lo que sabéis?”
Antonio Camìllo Ruiz

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6 comentarios:

  1. El que sabe, sabe.
    Dará igual que las circunstancias lo coloquen donde no haya más interlocutor que las hileras de una lápida, sólo de ahí, un cerebro potente será capaz de extraer materia para hilar un relato. Con la única percusión de su bastón, sus propios latidos y el ritmo de su respiración, el caminante irá componiendo su cantata a la vida.

    Saludos, Antonio.

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    1. Me alabas, Anamaría, sabiendo que soy un destripapalabras escritas. Sabes que solo trata de emitir unas ideas, fantasías y sueños a unos amigos muy queridos que, como tú, poseen la capacidad de comprensión y asimilación de unos sueños que pretendo explicar y arrebatar al mundo de lo incierto, lo maravilloso, lo bello. Nunca podrás llegar a saber cuánto agradezco tu ánimo y comprensón con los consejos que me envías entre las maravillosas líneas de tus comentarios. ¡Muchas gracias, mi querida amiga Anamaría! Un gran abrazo.

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  2. Imponente como todas tus entradas. Una alegría volver a leerte.

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    1. Marcos, ¡gran amigo! Me alegro tanto de saber de ti como que escribas un comentario en mi blog. Sabes que he pasado una etapa muy dura y que todavía colea mucho. A pesar de ello, también sabes que te leo todos los días y aprendo, mi obsesión, saber, todo lo que de maravilloso posee tu ciudad y todo el entorno del que te rodeas en este mundo mágico de tus publicaciones. Pero... no me encuentro con el ánimo de poder comentar, ni poseer la soltura que en una época quizás tuve. Dejemos pasar un poco el tiempo. Me agrada mucho tu visita. Un abrazo, querido amigo.

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  3. Ay, amigo Antonio, maestro, casi me haces llorar y tú sabes por qué.
    Esos paseos, esas historias ...
    Un abrazo muy fuerte y sí, ya sabes, no dejes de escribir nunca ... y siempre que fluya esa fuerza creativa que nunca se te acaba.
    Con tu permiso, hice el reblog, en Tumblr, de una parte: http://etarrago.tumblr.com/post/166748522418/el-caminante

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    1. ¡Pues no te pienso comprar ni un solo clinex! ¡SURSUM CORDA, ENRIQUE! ¡Jopelines! ¿Llorar? Nunca... ¡VIVIR! Leer, criticar, bloguear, comprar pan y saber, siempre saber cada vez más... por nosotros, egoistamente... Sabes muy bien que de una mirada, un hecho sin importancia nos sale, a ambos, una pequeña, mediana o gran historia que "apañamos" a nuestro modo y manera, como decía el gran Eduardo Galeano, relatando hechos tan imaginarios como reales para nosotros mismos. Este paseo se gestó cuando vi a un amigo caminar por una vereda, en pleno campo, con una cachaba que era un palo retorcido. Le regalé una nueva que tenía en casa, con pica y todo y ... ahí empezó la imaginación. Como es natural tienes todos los permisos y alguno más... el de darte un abrazo inmenso, mi querido amigo.

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