EL TESORO ESCONDIDO
Antonio Campillo Ruiz
Figura en la forma de una nube, Salvador Dalí, 1960
La casa encantada
Sea cual fuere la hora a la que uno se despertara, había una puerta que se cerraba. Iban de habitación en habitación, tomados de la mano, levantando aquí, abriendo allá, examinando todo. Era una pareja de fantasmas. “Lo dejé allí”, decía ella. Y él agregaba: “Pero también aquí”. “Es arriba”, murmuraba ella. “Y en el jardín”, susurraba él. “Con cuidado”, decían; “podemos despertarlos”.
Pero no nos despertaban. De ningún modo. Uno podía decir: “Lo están buscando: están levantando la cortina”, y seguía leyendo una página o dos. Con el lápiz apoyado en el margen, se tenía la certeza: “Lo encontraron”. Y después, cansado de leer, uno podía levantarse y echar una mirada por sí mismo, con la casa absolutamente desierta, a las puertas que permanecían abiertas: sólo se escuchaba el arrullo gozoso de las torcazas y el rumor de la trilladora en la granja. “¿Para qué vine aquí? ¿Qué esperaba encontrar?”. Mis manos permanecían vacías. “Entonces, tal vez sea arriba”. En el desván estaban las manzanas. Uno de nuevo bajaba; el jardín seguía quieto como siempre; sólo el libro se había deslizado sobre la hierba.
Pero en la sala, habían encontrado lo que buscaban. No era cuestión de que uno pudiera verlos. Los ventanales reflejaban manzanas, reflejaban rosas; en el cristal todas las hojas eran verdes. Si ellos se movían en la sala, apenas se percibía que la manzana estaba exhibiendo su lado amarillo. Sin embargo, un momento después, si se abría la puerta, derramado por el piso, colgado en las paredes, pendiendo del cielorraso... ¿qué? Mis manos permanecían vacías. La sombra de un zorzal atravesaba el tapiz; desde los profundos manantiales del silencio, la torcaza emitía su sonido arrullador.
“A salvo, a salvo, a salvo”, repetía suavemente el pulso de la casa. “El tesoro escondido; la habitación...”. El pulso se detenía abruptamente.¡Oh!, ¿era ése el tesoro escondido?
Un momento más tarde la luz había desaparecido. Entonces, ¿en el jardín? Pero los árboles hacían más cerrada la oscuridad, para dar paso aun errático rayo de sol. Tan precioso, tan extraño; con frescura sumergido bajo la superficie, el rayo que yo perseguía continuaba brillando trasel ventanal. El ventanal era muerte; muerte que se interponía entre nosotros; cientos de años atrás, se dirigió primero a la mujer, abandonando la casa, clausurando las ventanas; las habitaciones se oscurecían. Él abandonó el lugar, la abandonó a ella; marchó al norte, marchó al este, vio el otro lado de las estrellas en el cielo meridional. “A salvo, a salvo, a salvo”, repetía con alegría el pulso de la casa. “Tuyo es el tesoro”.
El viento ruge en la avenida. Los árboles se alzan e inclinan para aquí y para allá. Los rayos de luna salpican y se derraman en desorden, bajo la lluvia. Pero la luz de la lámpara es rechazada en la ventana. La candela arde tiesa e inmóvil. La pareja de fantasmas busca su regocijo, deambulando por la casa, abriendo ventanas, susurrando para no despertarnos.
“Aquí dormíamos”, dice ella. Y él agrega: “innumerables besos”. “Al despertar en la mañana...” “El tinte plateado entre los árboles...” “Con la nieve invernal..."
”Las puertas se iban cerrando con ruido apagado, como el latido de un corazón".
Se aproximaron; se detuvieron en la entrada. Cesó el viento; la lluvia deslizaba plata a lo largo del ventanal. Nuestros ojos se nublaron; no escuchamos pasos junto a nosotros; no vimos a una dama que desplegaba su capa fantasmal. Las manos de él protegieron la linterna. “Mira”, dijo quedamente; “dormimos por completo”. “El amor sobre sus labios”.
Deteniéndose, levantando su lámpara plateada sobre nosotros, nos observaron con detenimiento y profundidad. Permanecieron largo rato. El viento se introducía con violencia; la llama apenas vaciló. Salvajes rayos de luna atravesaron el piso y el muro, y al encontrarse colorearon los rostros inclinados, los rostros atentos, los rostros que buscaban a los durmientes y trataban de penetrar en su gozo escondido.
“A salvo, a salvo, a salvo”, palpitó el corazón de la casa con orgullo. “Hace tantos años...”, suspiró él; “de nuevo me han hallado”. “Aquí”, murmuró ella; durmiendo, leyendo en el jardín, riendo, transportando manzanas al desván; aquí dejamos nuestro tesoro...”. Inclinada, su luz me hizo levantar los párpados. ¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!, replicó el pulso de la casa furiosamente. Despertando, grité: “¡Oh!, ¿es ése vuestro tesoro enterrado? La luz que permanece en el corazón”.
Virginia Woolf
Pareja con la cabeza llena de nubes, Salvador Dalí, 1936
Bonito corte, amigo Antonio. la luz siempre deja imágenes en el corazón.
ResponderEliminarGrande siempre, Virginia Woolf.
ResponderEliminarGracias por traerla, querido Antonio.
Un beso.
Gracias por tus palabras, María Luisa. En poesía muchas veces no hay "por qués". Ahí radica su carácter mágico, lo evanescente de su condición.
ResponderEliminarUn cordial saludo.
Has captado, con tu sutileza característica, amigo Enrique, los preparativos para el fundido encadenado que se prepara. Sólo se prepara...
ResponderEliminarY, como dices, las imágenes que han quedado en nuestra mente y afectado a nuestro corazón, deben ir transformándose nuevamente en luz.
Un fuerte abrazo, Enrique.
Hasta podríamos pensar que este pequeño/gran titubeo, mezcla de recuerdos, sueños y fantasmas, se debía parecer demasiado a su mente.
ResponderEliminarSu peculiar estilo y su aparente distorsión de la realidad, poseen una similitud total.
Me alegro de tu gusto.
Un fuerte abrazo, querida Isabel.
¿Quieres decirme que coincides con Angelus Silesius y su aforismo “Die Rose ist ohne warum; Sie blühet, weil Sie blühet” (La rosa es sin por qué; florece porque florece), el que empleó Borges para definir la poesía? Otro abrazo, Antonio.
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