EL TEJECALLES
Antonio
Campillo Ruiz
Tomasz Setowski
Se abrió una de las
enormes y pesadas hojas de madera de la doble puerta cuando en las torres de dos
iglesias cercanas tañían las campanas
dando las diez de la mañana. Las tallas de la puerta en altorrelieves
esmerados representaban escenas mitológicas que separaban la calle del patio que
conformaba un pequeño claustro de cuatro por tres columnas. Un zapato color
granate, cosido a mano y confeccionado para el pie que lo calzaba, asomó por el
hueco y pisó la acera. Este era el ritual que sucedía cada día al tiempo que
un hombre, vestido con un traje blanco de lino veraniego, chaleco fino, camisa
a rayas azuladas, corbata de seda natural de igual color que los zapatos y el bastón de madera de nogal con empuñadura de plata repujada, sombrero
panameño, gafas oscuras polarizadas, aparecía como un modelo que iba a
desfilar en una pasarela exclusiva para figurines coquetos. El hombre rehusó
con un gesto el fuerte sol del inicio de verano con un gesto de desagrado,
parado en mitad de la acera.
Sacó con lentitud su reloj de un bolsillo de su
chaleco prendido de un ojal mediante una cadena de plata que dibujaba una
profunda curva sobre su pecho y abdomen. Comprobó la hora y, mirando a derecha e
izquierda con él en la mano, empezó a caminar hacia la izquierda mientras
guardaba el reloj. Su paso era lento pero firme, quizás sujeto a su profesión
de tejecalles. No era una profesión fácil y debía caminar, a veces, grandes
distancias. Esa mañana convino consigo mismo que las mejores calles por tejer
serían las del barrio judío. Eran estrechas y la sombra sería más fresca, tenía
calles que se cruzaban en una maraña que, aunque un poco compleja de tejer,
siempre encontraba un recoveco nunca observado con la atención que merecía, un arco reparado, una nueva piedra.
No
sabía el tiempo que iba a invertir de las cuatro horas que aplicaba a su trabajo de campo, como él quería que le
llamasen a sus salidas de tejecalles. Lo cierto es que debía medir bien tanto
el tiempo que invertía en llegar y tejer, como el que tardaría en volver con el
fin de no sobrepasar su horario, sumando ida y vuelta. No le gustaba excederse
ni que le sobrase el tiempo y no tener nada en qué invertirlo. Caminó hasta el
lugar elegido y, mirando nuevamente el reloj, comprobó que había empleado una
hora y cuarenta y cinco minutos. Sonrió con satisfacción porque este día iba a
ser provechoso. Anduvo en todas direcciones procurando realizar un tejido
imaginario en el que no pasase dos veces por la misma calle pero sí cruzándolas,
sin olvidar ni un recodo, ni una pequeña entrada o salida de separación entre
los edificios. A pesar de la sombra de las estrechas travesías y pasajes, el calor
era ya bastante molesto. Sin prisas, concluyó su recorrido y volvió a mirar el
reloj comprobando que había empleado veinticinco minutos en realizar su paseo
de tejecalles. Perfecto. Las doce y diez minutos. Una hora ideal para volver. Emprendió
el camino de regreso pasando por los mismos lugares, idénticas calles, que
había recorrido inicialmente.
Igual paso, bastón penduleando en su mano y
chocando con el suelo, cara de plena satisfacción. Se levantaron unas ligeras
rachas de viento refrescante y tuvo que sostener su impecable sombrero.
Continuó con su paso firme y, campaneando las dos de la tarde, una llave de seguridad
se introdujo en la cerradura del gran portón de la casa que le vio salir cuatro
horas antes. Pulcramente se aseó, se cambió de chaqueta y pasó al comedor,
donde le esperaba la familia con la comida recién preparada por la doncella. Ocupó
su lugar en la mesa, en la que se hallaban todos. Aquel miércoles la comida
consistía en una fresca ensalada y paella de verduras, la típica dieta
mediterránea. Los domingo confeccionaba el menú diario para la semana, comida y
cena, entregándoselo a la doncella, escrito cuidadosamente con pluma y tinta
azul, en una hoja que protegía con un plástico inmaculado. Durante la sobremesa
hablaba con toda la familia de los acontecimientos de la mañana y las clases de
los niños.
Como todos los días en los que tejía calles, explicó su recorrido y
su importante misión: relacionar las calles de la gran ciudad con el sistema
circulatorio. Su hipótesis, que exigía una larga experimentación para demostrar
su importante tesis, se basaba en la similitud de las grandes venas y arterias
con las avenidas de doble sentido y más de tres carriles, las calles de menor
tamaño seguían unos parámetros iguales a las vías circulatorias más sencillas y
así sucesivamente hasta llegar a los pequeños capilares, de los que habían
copiado los barrios como el que había tejido aquella mañana, lugares para
caminar estrechos, retorcidos y en los que se aprecia la lentitud de paso,
tanto en las células sanguíneas como en las de los paseantes. Podríamos decir, concluía,
que una enorme mujer que no deja de crecer se llama Ciudad. Quien no conocía a
la Ciudad tejiendo sus calles jamás podría conocer a una mujer. Con la parsimonia que le caracterizaba, se dirigía después a su sillón favorito y echaba
una corta y reparadora siesta. Mientras, la doncella abría las cortinas y
las altas hojas acristaladas del despacho de trabajo, dejaba que el aroma de
las flores del gran patio perfumasen el ambiente y, sin tocar en absoluto
ningún elemento ni aparato de trabajo, abandonaba silenciosamente la estancia.
Cuando la fugaz siesta terminaba, el primer movimiento que realizaba aquel
hombre era mirar su reloj de bolsillo. Las cuatro y media de la tarde. Tenía
por delante tres horas para estudiar el tejido recorrido por la mañana. En su
despacho se encontraba el principal artilugio para acabar su trabajo.
Antonio Campillo Ruiz
Tomasz Setowski
Genial, amigo Campillo. Tu capacidad de presunción creativa me desborda y me tiñe la imaginación de nuevos proyectos líricos. Eres grande, amigo, muy grande.
ResponderEliminar"Podríamos decir, concluía, que una enorme mujer que no deja de crecer se llama Ciudad" Este relato me hizo pensar mucho, esta mañana lo iba responder, pero pensé que no estaba capacitada para hacerlo (y nunca hago cosas para "quedar bien"... no es mi estilo) Recién lo leí nuevamente y entré de lleno en él y en lo que querías transmitir y......¡TE FELICITO!
ResponderEliminarUn fuerte abrazo de estos extraños lares del sur...............(que le llaman el Fin del Mundo)
Que precioso relato, Antonio, me encanta la imagen del hombre sacando su reloj del bolsillo, me recuerda a mi padre, yo de pequeña admiraba ese gesto, me parecía mágico y pensaba que detrás del reloj podría salir cualquier otra maravilla....perfectas las imágenes de Setowki.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo
¡¡Qué bien escribes!!. Un relato excelente.
ResponderEliminarFantásticas las imágenes.
Te mando un gran abrazo. Feliz semana.
jaja me ha echo gracia imaginarlo tan impoluto, tan marcial,tan meticuloso comprobando el reloj a cada rato, qué hombre querido Antonio!
ResponderEliminarY su trabajo de teje calles desde luego que es de lo más original.
Todo el relato es un encanto, con unas descripciones meticulosas, como sueles hacer, y al final cierras con esa imagen de la ciudad como una mujer que no para de tejer.
Menuda imaginación tienes! Un gustazo leerte.
Un fuerte abrazo, querido amigo.
Hay que tener salero para inventarse ese nombre: Tejecalles. Y para idear una trama así, que se diría escrita desde arriba saltando de nube en nube el organizador, sin perder de vista al sistema circulatorio marcando el compás por venas y arterias. Y para encontrar esas imágenes hanschristianandersenianas que tan bien ilustran la historia. Qué bueno.
ResponderEliminar!Gracias por seguirme.Un beso.
ResponderEliminarinteresante tu texto complejo para mi mente de entenderlo
ResponderEliminarSera que ando de a dos que no veo claro lo que leo
Una vez mas amigo me vuelves a sorprender con tu maestría.
ResponderEliminarGracias siempre gracias.
Besos