SOLO TENGO UNA TUMBA
Antonio
Campillo Ruiz
A Rosy
Elena Dudina
Cuando
murió la abuela Carmen, Rosa, su única nieta y familiar que le quedaba, volvió
a la pequeña ciudad en la que había transcurrido su infancia. Una infancia
semifeliz debido a la pobreza existente en la inmensa meseta, castigada por los
elementos atmosféricos que resultaban extremos. Ella, que vivía con sus padres
en la Casa de la Torreta que poseía la abuela desde el día que se celebró su
casamiento, casi nunca jugaba con los niños de su edad que, muy de madrugada,
acompañaban a sus padres a realizar las duras faenas del campo. Recordó con un
poco de añoranza los dos grandes tilos que había a la entrada de la casa, junto
a la cancela del gran jardín/patio que la casona poseía. Era una experta en
subirse a los árboles que la abuela había plantado hacía mucho tiempo. Le
gustaban el peral y el manzano de ácidas y fuertes manzanas. Los nidos de
diferentes especies de pájaros eran otro de sus entretenimientos favoritos.
Sabía dónde estaban las nidadas y cada día se acercaba un poco hasta que los
padres de los polluelos se acostumbraban a verla entre ellos y la admitían sin
preocupación.
En otoño, cuando el patio se llenaba de hojas, cuando la abuela
ya había recolectado todos los peculiares y pequeños frutos de los
tilos, con su alargada hoja unida a ellos, para sus infusiones diarias, se entristecía mucho. Debía esperar la
siembra de cereales que, tras una vendimia dura en trabajos manuales y cuidada con los racimos, supondría poder jugar con los pocos niños que ya no ayudaban en
los campos. Era la más feliz época del año. Enseñaba a sus amigos los lugares
en los que había anidado tal o cual pájaro, y como se sabía subir a los árboles, recolectaba castañas para asarlas. Enseñaba orgullosa los huecos en los que vivían diferentes animales que iban y venían a la gran charca en la que ranas y otros
anfibios eran moradores perennes. A los cinco años, todo acabó súbitamente. Sus
padres decidieron marchar de aquel lugar hacia una capital en la que habían
conseguido trabajo y comprado una casa. De golpe, sin ni siquiera despedirse de
sus amigos, en un viejo coche, salieron una mañana y hasta hoy, cuando había
muerto la abuela, no volvió a recorrer el extenso patio de la Casa de la
Torreta. Como único familiar, una pequeña comitiva, que se había encargado de
los pormenores del duelo y los trámites para el Juzgado y la Iglesia, se acercó a ella y la invitó a la apertura de la tumba en la que
debía descansar eternamente la abuela. Les acompañó hasta el cementerio y se
detuvieron en una tumba rectangular, de mármol blanco, con cuatro angelotes
risueños en cada una de sus esquinas. En la parte central de uno de los lados
menores de aquella pieza brillante se levantaba una cruz del mismo mármol. Uno
de los acompañantes sacó de su bolsillo una pequeña llave. Al verla, Rosa supo
inmediatamente que era la llave que colgaba, desde siempre, del pecho de la
abuela. Iba colgada de una cadena de oro que no poseía engarces de apertura ni de cierre.
Ella siempre había creído que era la llave de una arqueta o de un armario
especial. No era así: la tumba poseía cuatro pequeñas y disimuladas ranuras
bajo la gran pieza plana que la tapaba, en las que aquel señor de negro traje
fue introduciendo la llave de la que arrastraba su cadena de oro sin engarces de apertura ni cierre y, tras girarla en las cuatro cerraduras, entre sus compañeros y él movieron
la pesada pieza. Una vaharada de humedad y dulce repugnancia alcanzó las fosas
nasales de Rosa que hizo un gesto de desagrado y se retiró un paso hacia atrás.
Los hombres seguían moviendo la pieza de mármol hasta que la dejaron caer
suavemente sobre el suelo y la elevaron verticalmente. El sol penetró filtrado
por un remanso de polvo que se había formado en aquella oquedad que no había
sido dañada por la luz en muchos años. Los hombres se acercaron y estuvieron
hablando un poco, explicando, posteriormente, al sepulturero los apaños que
debía de realizar. Aquella tarde, a las cinco se celebrarían las exequias y posterior inhumación de la
abuela Carmen.
Tras estos pormenores, en los que Rosa no intervino en ningún
momento, volvieron a la Casa de la Torreta, donde amigos y vecinos velaban
desde la noche anterior a la abuela. Todo sucedió a una velocidad inalcanzable.
De pronto, Rosa se encontró ante la tumba perfectamente cerrada y entre un
grupo de vecinos y amigos que parecían esperar, no sin expectación. El sepulturero, una vez concluidos los trabajos,
cerró las cuatro cerraduras y todos los asistentes hicieron un ademán de acercamiento a Rosa que les miró y comprendió que esperaban qué iba a hacer con aquel objeto tan preciado de la abuela. Con la lentitud de quien realiza un escena ensayada, tendió su mano y el sepulturero le entregó la llave con su cadena de oro sin engarces de apertura ni cierre. La elevó sobre su cabeza y todos la miraron. Lentamente, la pasó por su cabeza y la colgó de su pecho. Pareció escucharse un pequeño suspiro de alivio de aquellas personas desconocidas para ella.
A cambio de la llave le pasó, disimuladamente, una generosa propina al sepulturero por su eficaz trabajo. Ahora, cuando ya volvía en su coche hacia su casa, recordó los dos días posteriores con una sonrisa. Al leer el testamento, el día siguiente de la inhumación, la sorpresa de los presentes, abogados de la abuela y ella, fue inenarrable: la abuela Carmen no poseía nada. Bueno, sí, poseía solamente la tumba donde la habían enterrado. La Casa de la Torreta era propiedad de unas monjitas de clausura a las que ella había donado la propiedad. Las tierras se habían vendido en su totalidad y con el dinero que se había obtenido la abuela vivió hasta sus últimos días. Y la tumba, ¡Ay!, la tumba… La tumba se la había dejado a ella como herencia para que la cuidase de por vida. Una risa nerviosa se apoderó de Rosa cuando oyó al notario pronunciar tales palabras. ¡Solo tengo una tumba! Su risa fue cada vez más fuerte y no pudiendo conducir, detuvo el coche fuera del arcén de la carretera, junto al acantilado próximo por el que estaba trazada. Bajó del coche y se acercó al borde del alto farallón, esculpido día tras día por las fuertes olas del mar. Miro hacia el fondo y observó el azul, casi negro, que poseía el agua en aquel punto. Pensó que debería de ser muy profundo el mar en aquel lugar. El viento la azotaba con fuerza y quedó mirando el mar con la cara alta, respirando la pureza de su olor a salitre y pequeñas gotas de agua. De su pecho cogió fuertemente la llave y de un fuerte tirón rompió la cadena sin engarce de apertura ni cierre. Los eslabones dorados saltaron desmadejados y quedaron entre sus dedos. La llave le hacía daño en el fondo de su mano por la presión que ejercía sobre ella. Desde el borde de aquel alto acantilado levantó su mano y con toda la fuerza que su brazo podía desarrollar lanzó la llave de su recién heredada tumba, con su enredada cadena, muy lejos, al mar embravecido que en aquel momento sonó roncamente cuando una ola chocó contra la pared de granito.
A cambio de la llave le pasó, disimuladamente, una generosa propina al sepulturero por su eficaz trabajo. Ahora, cuando ya volvía en su coche hacia su casa, recordó los dos días posteriores con una sonrisa. Al leer el testamento, el día siguiente de la inhumación, la sorpresa de los presentes, abogados de la abuela y ella, fue inenarrable: la abuela Carmen no poseía nada. Bueno, sí, poseía solamente la tumba donde la habían enterrado. La Casa de la Torreta era propiedad de unas monjitas de clausura a las que ella había donado la propiedad. Las tierras se habían vendido en su totalidad y con el dinero que se había obtenido la abuela vivió hasta sus últimos días. Y la tumba, ¡Ay!, la tumba… La tumba se la había dejado a ella como herencia para que la cuidase de por vida. Una risa nerviosa se apoderó de Rosa cuando oyó al notario pronunciar tales palabras. ¡Solo tengo una tumba! Su risa fue cada vez más fuerte y no pudiendo conducir, detuvo el coche fuera del arcén de la carretera, junto al acantilado próximo por el que estaba trazada. Bajó del coche y se acercó al borde del alto farallón, esculpido día tras día por las fuertes olas del mar. Miro hacia el fondo y observó el azul, casi negro, que poseía el agua en aquel punto. Pensó que debería de ser muy profundo el mar en aquel lugar. El viento la azotaba con fuerza y quedó mirando el mar con la cara alta, respirando la pureza de su olor a salitre y pequeñas gotas de agua. De su pecho cogió fuertemente la llave y de un fuerte tirón rompió la cadena sin engarce de apertura ni cierre. Los eslabones dorados saltaron desmadejados y quedaron entre sus dedos. La llave le hacía daño en el fondo de su mano por la presión que ejercía sobre ella. Desde el borde de aquel alto acantilado levantó su mano y con toda la fuerza que su brazo podía desarrollar lanzó la llave de su recién heredada tumba, con su enredada cadena, muy lejos, al mar embravecido que en aquel momento sonó roncamente cuando una ola chocó contra la pared de granito.
Antonio Campillo Ruiz
Elena Dudina
Querido Antonio, qué relato te ha salido... Tiene algún matiz gótico, aunque lo que deduzco de él es la gran contrariedad de la chica, esa nieta desposeída por su abuela. ¿O llevará truco y no le dejó la Torre por no haberla cuidado en vida? Cabe una doble lectura, está claro.
ResponderEliminarSea como sea, muy bien escrito.
Un abrazo enorme.
Es magnífico, sugerente ... Me quedo, hoy, maestro Campillo con ... "Ella siempre había creído que era la llave de una arqueta o de un armario especial. No era así: la tumba poseía cuatro pequeñas y disimuladas ranuras bajo la gran pieza plana que la tapaba, en las que aquel señor de negro traje fue introduciendo la llave de la que arrastraba su cadena de oro sin engarces de apertura ni cierre y, tras girarla en las cuatro cerraduras, entre sus compañeros y él movieron la pesada pieza"
ResponderEliminarEsa cadena de oro, sin engarces de apertura ni cierre... Esa cadena termino perteneciendo, como 'ella' quería...(por eso tuvo el buen hacer de que la heredara su nieta) ¡A NADIE! Jajaja... Al menos eso el lo que yo he leído. Claro que yo tengo un particular modo de leer, jajaja...¡Me ha encantado querido Antonio!
ResponderEliminarUn fuerte abrazo amigo.
Un relato realmente extraordinario. Te mereces un gran aplauso.
ResponderEliminarY un abrazo bien grande.
Hola, Antonio:
ResponderEliminarMe parece genial el gustazo que se permite tu "princesa" ;) protagonista de esta historia y que yo, lectora incauta, leo entre líneas: es importante que sepamos deshacernos de ese "lastre" pesado y denso que ya no nos conducirá a ninguna parte. Hay llaves que ya no pueden abrir nada nuevo, ¿verdad? Mejor dejarlas que se pierdan en las honduras marinas...
Un abrazo muy cariñoso, compañero Antonio.
Con un punto y aparte te envío mi comentario a tu magnífica entrada de sólo tres.
ResponderEliminarDiría que una clave del texto es: “Se fue con cinco años y no había vuelto hasta la muerte de la abuela”. Otra, que “donó la Casa a unas monjitas de clausura” Y una tercera, que con la venta de las tierras había vivido sus últimos años. Como una leve banda sonora del relato me ha parecido escuchar de fondo una risita divertida de la abuela viendo la cara decepcionada de quien esperaba una herencia jugosa sin haberse preocupado por la soledad de la anciana. Claro que puede haber más claves, querido amigo, pero por lo que entiendo, ¡¡Bien por la abuela!!
Pues para ese viaje no necesitaba alforjas...o llaves. La abuela llena de negatividad sólo tenía una certeza: la muerte.
ResponderEliminarPero...hay que mirar a la vida desde otro ángulo, Antonio, me ha encantado cómo lo has escrito.
Ayer por la tarde vi Hamlet, una versión cinematográfica de 1990, dirigida por Franco Zeffireli. protagonizada por Mel Gibson, Glenn Close y Helena Bonham Carter, en una Ophelia increible. Una película extraordinaria en la que refleja claramente que todas las meditaciones sobre la muerte conducen a la locura...los crímenes de la Humanidad giran en torno a eso: en olvidad que somos mortales.
Abrazo grande, Antonio.
Te felicito por tu blog, me ha parecido muy interesante.
ResponderEliminarSaludos.
Un relato sensible, como tú, querido Antonio! Adoro esas descripciones que casi te hacen sentir que estás allí, con cada personaje. Felicitaciones, y gracias por compartir estas historias. Un gran abrazo.
ResponderEliminarMe hace pensar, Antonio. Que tal vez en la vida lo único que nos queda es una tumba.
ResponderEliminarQué desengaño.
¿Y para eso tanto?
Bailemos y bebamos y a las abuelas que dejan en herencia a sus nietas una tumba, que les den.