MARÍA
Antonio
Campillo Ruiz
Loui Jover
María cabalgaba en un alazán potente y veloz. Trataba de alcanzar a los
cuatro harapientos jinetes que, en sus escuálidas monturas, dejaban a su paso
un camino seco, quemado por unos cascos que retumbaban como las baquetas sobre
el parche de un tambor del que rompían arillos y piolas. Dos fumarolas de vapor
a presión salían por los ollares del caballo que abría sus belfos para absorber
más aire. La carrera era larga y el suelo pesado, casi invisible, imperceptible
a posibles irregularidades. Densas masas de niebla ocultaban un camino sin
trazado que, como única referencia, ofrecía el sonoro retumbar de su galope. Acostumbrada
a modernos aparatos de transporte, se lamentaba de no poseer uno más rápido que
alcanzara a los cuatro engendros que perseguía cuando, de pronto, su caballo se
transformó en una enorme locomotora que lanzaba un gran chorro de humo negro
por su chimenea y vapor de agua hirviente a través de los mecanismos de sus
ruedas que giraban locamente sin estar encajadas en railes. El aumento de
velocidad lo apreció en los chirridos metálicos de una maquinaria tan
escandalosa como eficaz. Alcanzó a los cuatro jinetes pero sólo pudo atropellar,
hasta destruirlos, a tres de ellos. Nunca conseguía alcanzar al cuarto.
Loui Jover
María
despertó sobresaltada, sudorosa y envuelta en la ropa de su cama, entremezclada
y atada a ella. Su largo pelo le cubría parte de la cara y formaba una catarata
que le impedía ver y orientarse en su habitación. Las tres cuarenta y ocho. La
misma hora de siempre. Junto a ella, semidesnudo y durmiendo, se encontraba su compañero,
aquel hombre que la sorprendió, iluminó y enamoró con sus múltiples habilidades
y fácil verborrea. ¿La enamoró verdaderamente? Estaba segura de no conocer lo
que significaba amar a una persona. Experimentaba impulsos, a veces inconexos,
que la arrastraban hacia sensaciones agradables, fueran cuales fuesen. Sin
embargo, ahora que, agitada, miraba fijamente a su aliado en la vida,
constataba que la palabra amar poseía poco significado para ella. La recurrencia
de aquella pesadilla la preocupaba. Sólo a ella. La narró con detalle el cuarto
día que se repitió, a la misma hora y los mismos hechos. Poca atención se le
prestó y las interpretaciones que se le sugirieron fueron tan simples, inseguras
y, a la vez, tan indiscutibles que ella
calló. Noche tras noche durante más de treinta y cuatro días soportaba, no sin
alterarse, la pesadilla que llegaba puntualmente.
Loui Jover
María poseía una interpretación muy personal de sus malos encuentros
nocturnos y estaba segura de la relación que poseían con su vida cotidiana. No
terminaba de identificar sino rastros de su existencia ligados a las imágenes
que percibía en ellos. Su vida se convirtió, no mucho tiempo después de hacer
venir a casa a su compañero y amante, en algo similar a uno de los espectros
que soñaba. El primer jinete que alcanzaba la locomotora era descarnado y casi
sin rostro. Para ella, podría representar la carencia de emociones en sus
encuentros físicos con su galán. La penuria y escasez de anhelos le provocaba
una insatisfecha avidez que la convertía en el espectro que la asqueaba cuando
aparecía en su sueño. Al ser alcanzado el segundo jinete, un escalofrío le
traspasaba el corazón. Percibía su entorno diluyéndose, pudriéndose en sí
mismo, sin aparente causa. El mal, el engaño, la dejadez jamás pensada pero
constantemente presente, provocaban una perenne enfermedad crónica e
irrecuperable. Con una espada en la mano y brillante peto de acero cubriendo su esquelético pecho, el tercer monstruoso
ser la sumía en el constante enfrentamiento silencioso e irresoluble que
mantenía en su convivencia diaria. Ningún pacto, acuerdo o convenio eran capaces
de fomentar un compromiso que admitiese gratamente la comunicación y
comprensión. De forma constante, la lucha era el medio de no aceptar ideas o
proyectos de uno hacia los dos, como amantes o pareja que tratan de
introducirse en los complejos compartimentos de la vida en común y su difícil
ciclo para darse, tenerse o compartir momentos e inquietudes nacidas de lo que
se viene en denominar amor. El cuarto jinete era un esqueleto humano. De color
amarillento, poseía unas cuencas en la calavera de las que partían dos
destellantes luces más brillantes que la del sol. En ninguno de sus sueños
logró jamás alcanzarle. Su figura se transformaba en una ilusión óptica y
desaparecía cuando la negra locomotora aceleraba su marcha hasta el límite de
su carcomida caldera. Para ella, su semejanza con lo inalcanzable e inesperado,
fuese o no soñado, poseía la fuerza de lo irremediable, lo que tendrá que venir
sin ser visto ni escuchado. Aquella mañana, cuando terminó de recoger su maleta
con los pocos enseres que necesitaba, María salió de la casa y, bajando
lentamente la escalera, salió a la calle perdiéndose entre el ya intenso ir y
venir de los transeúntes que, con toda probabilidad soportaban, como ella, sus
momentos felices, desencantos y la parquedad de quienes guardan celosamente sus
ganas de vivir.
Antonio Campillo Ruiz
Loui Jover
Evidentemente María estaba en una relación que no la hacía feliz. Hizomuy bien en salir de ella y emprender un viaje a un nuevo destino en el que le deso, tenga mejor suerte.
ResponderEliminarUn abrazo
Siempre hay maneras de buscar otra forma de derivar el vivir...
ResponderEliminarO al menos intentarlo.
Millones de besos
Y ahí van los cuatro jinetes, sembrando dolor y tristeza a su paso. Y María, harta de perseguirlos y a la vez tratando de huir de una infelicidad que no logra desterrar.
ResponderEliminarLa locomotora, sus deseos, ¿lograrán el triunfo?
Nunca hay que desesperar...