NATALIA
Antonio Campillo Ruiz
Natalia realizó un mohín de satisfacción. Siempre le había gustado que
la mirasen vestida, apreciando con pasión las formas de su cuerpo. Sabía que
era sugerente y lo hacía notar sin demasiadas alharacas. Cuando unos ojos la
recorrían parecía notar los dedos que, con ansiedad, dibujaban su cuerpo acariciando
su ropa, arrugándola contra su piel, deshilachando alguna de sus partes. Siempre
le resultó curioso que fuese tan sensible a la pequeña provocación de las
miradas intensas y, con interés, trató de adivinar aquel lenguaje desconocido.
Estaba convencida de que la profundidad transparente de los ojos determinaba la
osadía y la voluptuosidad de quien la tanteaba desde la cabeza hasta los pies.
Cuando apreciaba esta acariciante mirada sobre una de las partes desnudas de su
cuerpo, su pelo se erizaba y cambiaba de posición con rapidez. Algo rebullía en
su interior y la empujaba a desligar su placer del foco que la recorría.
Natalia había salido aquella mañana ataviada con un leve vestido y una chaqueta
de tela. Ya se percibía un descenso de la temperatura y, a esta hora temprana,
el fresco y la humedad la obligaban a caminar casi acurrucada en sí misma. Lo
lamentaba porque sus formas, ondulantes y delicadas, quedaban atrapadas entre
sus ropas. Solo cuando llegaba a su trabajo podía desprenderse de ellas y
entonces disfrutaba con la envidia que provocaba a más de una persona. Al caminar
por el pasillo, fue pasando repaso a los ojos que la miraban: los marrones del
principio, después venían los azules, unos azules que la recorrían como el agua
recorre la arena de la playa, los verdes y negros eran osados, muy osados, no
dejaban de acariciarla a través de su ropa como buscándola, tratando de
encontrarla por algún recoveco. La ilusionaba tanto, tanto, que llegaba a su
lugar de trabajo casi desfallecida, cansada de la tensión, de las múltiples
caricias recibidas mientras caminaba. Respiraba profundamente y se arrellanaba
en el sillón dejando salir un suspiro que resonaba en toda la sala.
Natalia observó que aquella mañana faltaban los ojos azules, los que
mejor la acariciaban, los que más placer le proporcionaban. Buscó, nerviosa, el
motivo que pudiese haber causado tal falta. Todo estaba como cada mañana. Ya no
contabilizó más miradas y al llegar a su lugar, un pequeño sofoco se extendió
por su cara. No quería que dejasen de mirarla aquellos ojos. ¡Eran tan
hermosos! El placer que sentía cuando la recorrían se transformaba en leves
aumentos de temperatura en diversas partes de su cuerpo, una tras otra, siempre
con la misma cadencia. Aquella mañana sintió frío, un frío tan potente como un
latigazo que se tradujo en un encogimiento de todo su cuerpo. Carecía de fuerzas
para sostener sus manos, piernas y cabeza. Alguien se acercó a ella con una
pequeña manta de viaje y quiso rodear sus piernas desnudas con ella. Casi sin
fuerzas la rechazó y adoptó una posición fetal procurando suministrarse calor a
sí misma, sin necesidad de ropas. Se acercó otra figura y levantó con esfuerzo
su mirada. ¡Sí! Allí estaban los ojos azules que no habían podido disfrutar de
su cuerpo vestido ni acariciarla. Un tumulto de preguntas salieron de la luz de
sus ojos y chocaron extrañamente con el azul de los iris que la contemplaban. ¿Dónde
habían estado? ¿Por qué no habían estado descubriéndola, observándola,
analizándola? ¿Acaso habían cambiado su forma de mirarla y acariciarla? ¿Cuántas
veces tendría que soportar aquella angustia…? Cuando los ojos azules le
respondieron no supo leer su lenguaje y, extrañamente, quedó quieta, en
silencio. Al reponerse de su agitación, volvió a salir de la sala para no
volver jamás.
Antonio Campillo Ruiz
Ay! Esa forma de caminar que proporcionaban las faldas tubo y los tacones de aguja cuando se vivía sin prisa, cadencia lenta, con toda la báscula pélvica encajando y desencajando los engranajes de su sabia maquinaria cuasi relojera. Me has hecho recordar la época hoy politicamente incorrecta de los piropos.
ResponderEliminarEra un marzo brumoso y por una acera de la calle del Carmen de Barcelona pasaba una señora estupenda, como decía Vilallonga, con un traje de punto gris muy justo y un abrigo rojo por los hombros. El parroquiano de una bodega sentado en la mesa de mármol de esa acera donde esperaba a sus amigos para la partida de dominó, soltó una frase críptica: "Cuando llegue el verano no se te podrá aguantar". De un tirón, el hombre había arrancado cuatro hojas al calendario y lo que veía su imaginación era a la misma paseante, pero enviándole una sonrisa luciendo ante él un escotado y ceñido vestido blanco. Saludos.
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Saberse bella y representar la belleza por concepción social y por naturaleza. La mujer, ser bello por excelencia de este mundo nuestro, debe sentirse orgullosa de representar los aspectos más destacados de la percepción humana. Por otro lado, el requiebro, ese ingenioso y delicado inicio, posible, de un acercamiento o simplemente la satisfacción de apreciar la beldad y armonía de un engranaje perfecto, como muy bien expresas, es una lástima que se haya perdido por indelicadeza e falta de ingenio que siempre ha poseído. Y, es otra desgracia que, en la actualidad, se catalogue como prohibitivo expresar, con la dulzura que merece a quien se dirige, un requiebro que, como Natalia, espera de las miradas que hablan sin vocalizar. Anamaría, has captado en su totalidad y con una delicada prosa, lo que he querido expresar y, ¿sabes qué? Pues que es para mí una satisfacción inenarrable. ¡Muchas gracias! Un fuerte abrazo chillao.