PELÍCULA EN DIRECTO
Antonio Campillo Ruiz
El
renqueante y destartalado tren respiraba con agobio entre las escarpadas
montañas. Túnel tras túnel, los gases exhalados e incluso partículas sólidas, ennegrecían
cristales, carruajes, maderas y compartimentos en los que, viajeros hacinados
en estrechos asientos, soportaban con estoicismo todas las adversidades del
largo viaje. Las conversaciones giraban en torno al deficiente diseño de las
ventanillas que, sujetas al marco de madera que soportaban sus pesados cristales,
se debían subir y bajar agarrando una lengüeta de cuero sujeta a ellas. Su
cierre era tan defectuoso que la humareda desprendida por el combustible
quemado de la locomotora, densa y negra, persistía en el interior de los
departamentos. A veces, los trozos sólidos que expulsaba eran tan grandes que
un niño se entretenía en quitar pequeñas partículas negras del pan que comía
con parsimonia. No lo acompañaba con nada. Su madre, sentada frente a él, le
miraba fijamente y le animaba para que comiese. Un viajero le ofreció al niño
una loncha de jamón. El niño miró a su madre. Le asintió con los ojos y,
cogiendo la loncha, observó con ansia el sudor goteante del tocino. Tenía un
aspecto muy sabroso. Lo puso sobre el pan y, con placer, mordió su nuevo
bocadillo.
Otro
túnel. Una luz tenue, colocada sobre el primer asiento, así lo indicaba. Con la
rapidez que proporciona poder eludir la gran humareda, los hombres se
levantaron al unísono y dirigiéndose a la ventanilla la cerraron, poniendo una
tela en los huecos entre ventanilla y marco. El calor era asfixiante. Los
hombres permanecían apoyando sus manos a la tela protectora. Se encendieron dos
luces amarillas situadas en el techo. Acababan de entrar en el túnel. La pálida
luz se adueñó del compartimento y, ante su débil potencia, una joven que leía
dejó, sobre uno de los asientos de skay, el libro que mantenía en sus mano.
Había cerrado y abierto su libro tantas veces que pensó en desistir de seguir
haciéndolo. Su cuerpo se movía con el traqueteo del tren, su olfato se había impregnado,
a los pocos minutos de emprender el viaje, de la mezcla de mil olores
diferentes, el sordo retumbar de las ruedas y el cuchicheo de sus compañeros
era perenne, sólo podía acariciar las ásperas hojas de papel, de un color
blanco sucio y deslizar suavemente su mirada por las letras, casi móviles, impresas
en ellas. No disfrutaba de los acontecimientos que llegaban a su mente ni podía
imaginar la relación entre ellos.
La
salida del túnel se adivinó cuando las luces volvieron a apagarse. Los hombres
quitaron con rapidez el trapo y abrieron la ventanilla, no sin un gesto
recriminatorio por parte de la señora que viajaba junto a ella, en el sentido
de la marcha. El aire que entraba con fuerza, aun siendo agradable, despeinaba
sus cabellos cuidadosamente arreglados. Nunca había viajado en esta clase
intermedia en la que, al calor y falta de transpiración del asiento, había que
sumar la categoría social de las personas que viajaban junto a ella. Una madre
vestida totalmente de negro y delantal con pequeños dibujos grises, a la que
acompañaba, supuestamente sin pagar, un niño que comía todo el tiempo pan. Tres
hombres que, más de una vez habían pisado sus costosos zapatos de charol al
levantarse para cerrar y abrir la ventanilla, vistiendo unas ropas de
temporadas pasadas. Uno de ellos era joven y un poco desaliñado, los otros, ya
entrados en años, con canas en su pelo y piel demasiado curtida para su gusto. Incluso,
uno de ellos no dejaba su maletín de viaje ni a sol ni a sombra. Ninguno la
atrajo ni tenían el rostro con pómulos alzados como a ella le gustaban. Sí, le
gustaban los hombres bellos y bien arreglados. Menos mal que junto a ella
ocupaba su asiento una joven de pelo rojizo, enmarañado y corto. No entendía
cómo una chica como aquella llevaba ese pelo tan corto y sin arreglar. ¡Ah!,
por supuesto, no llevaba pintura ni en uñas ni ojos.. Menos mal que vestía
pulcramente pero, los pantalones ceñidos dibujaban sus piernas. Una indecencia. Utilizaba unas gafas redondas de
concha y cristales gruesos. Sólo leía y leía.
Casi seguro, un viejo libro de aventuras. Estaba muy enfadada con su hermana
porque al avisarle que tendría que volver a casa, lo hizo con tanta urgencia
que los billetes de la clase superior estaban agotados. Además, aquel
insoportable calor había deteriorado su maquillaje y parte de los finos trazos
en los párpados de sus ojos. Un desastre de viaje.
SILBATOS DE TREN from
Antonio CAMPILLO
RUIZ on Vimeo.
Un
largo y bronco silbato lanzó al aire un chorro de vapor a la vez que emitía un
estridente sonido. Llegaban a una estación. El hombre que nunca dejaba su
maletín salió al pasillo para identificar el lugar. A pesar de su aparente
serenidad se apreciaba un gesto adusto y serio. Cometió un error al aceptar el
encargo del administrador de la empresa en la que, tan solo desde hacía cuatro
meses, trabajaba. Responsabilidades de esta categoría tendrían que ser asumidas
por orden de antigüedad. Lo había pensado mucho y, de acuerdo con su esposa
llegaron a la conclusión de aceptar esta importante confianza porque le podría
ayudar a implantarse en la empresa. Aquel pequeño maletín le preocupaba más
cada momento. Su deseo de llegar a destino y entregar, previo recibo legalizado
del receptor, el material que transportaba le estaba agotando de ansiedad. Su
preocupación, si todo se desarrollaba correctamente, era que se hiciesen
habituales para él estos transportes cuya responsabilidad recaía tan solo en
él.
Debía de estar atento para bajarse antes de
que el tren llegase al final de su trayecto. Le esperarían y no deberían verle
llegando a un lugar tan lejano de su ciudad de origen. A pesar de llevar su maletín
en la mano, todos sus compañeros de viaje sospechaban que no era el lugar donde
debería de apearse. Estaban en medio de la nada y la parada era técnica más que
de llegada o salida de viajeros. Era un apeadero de mala muerte. El niño tocó
con delicadeza el acolchado y suave dibujo en terciopelo del maletín. El hombre
dio un respingo y se lo cambió de mano. Pareciese que en él llevase un delicado
regalo y no deseaba que le ocurriese nada. Paseó inquieto por el pasillo
mientras cargaban a la locomotora de agua y la tripulación iba y venía. Un
nuevo y largo pitido indicaba que el tren se ponía nuevamente en marcha y el
hombre volvía a su asiento sujetando el maletín sobre su regazo.
Todo
sucedió muy rápido. Al llegar a la penúltima estación, tras su correspondiente
y estridente silbato, el tren paró y el jefe de estación anunció que solo se
detendría tres minutos. El hombre del maletín se levantó con rapidez y los
otros dos hombres, que jugaban a las cartas, aparentemente sin mostrar
inquietud alguna, se abalanzaron sobre él y le cogieron de los brazos
quitándole el maletín. Uno de ellos sacó unas esposas y trató con dificultad de
colocarlas en las muñecas del hombre que se debatía sorprendido. Uno de ellos
dijo ser policía y que en ese momento quedaba preso por robo y contrabando. El
niño miraba como si se tratase de la acción de una película, la chica del libro
lo había dejado caer al suelo, la señora emperifollada dio varios grititos de
lo que parecía miedo y la madre del niño decía calladamente que ya le había
escamado a ella que siempre anduviese con el maletín cogido, hasta para abrir o
cerrar la ventanilla en un túnel. Cuando todo acabó y la serenidad se adueñó
nuevamente del compartimento, las tres mujeres y el niño quedaron solas y en
silencio. Nadie dijo ni una palabra ante unos hechos que vivieron intensamente
y contarían en función de sus apreciaciones personales. El tren llegó a su
destino con tres minutos de retraso, el bullicio se apoderó de los viajeros y la
indiferencia que provoca la prisa por llegar, no se sabe muy bien dónde, se
apoderó de todo el gentío y cada una de las mujeres, una con el niño
fuertemente cogido de la mano, inició un camino que, ¿por qué no?, podrían
cruzarse un día para visionar en directo otra película mucho más increíble que
las filmadas en celuloide.
Antonio Campillo Ruiz
Estupendo! Me has proporcionado un magnífico viaje mañanero en esta de domingo. Gracias quijotescas y continúa en la brecha reinventándote de continuo. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Gracias, Maestro! Siempre me agrada tu persistencia para la lectura: mañana, bien temprano, desayuno calentito y lectura de todo tipo. Después, a escribir un rato y al juzgado. Tus consejos son mandatos, Maestro. Un abrazo.
EliminarSí que es una película llena de atención y detalles. O como primer paso, un excelente guión.
ResponderEliminarEl talento de saber mirar...
Tu pasión por el cine, Anamaría, posiblemente, te ha conducido por los mismos derroteros que pensaba yo cuando escribía, seguido y rápido, este pequeño “guion”. Es posible que pudiese serlo pero, como tú, lo que más deseo es saber mirar con pulcritud y muy pausadamente. Un abrazo, querida amiga.
EliminarEs como un libro de historia, querido amigo: MAGNÍFICO
ResponderEliminarMe alegro de que te guste, querido amigo Enrique. Como siempre me magnificas y, eso no es bueno. Puedo creerlo y entonces moriré. Un abrazo muy fuerte.
EliminarCualquier viaje en tren puede transformarse en una película.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu vídeo.
Un fuerte abrazo, me reincorporo a la blogosfera aunque siga en Sudamérica.
¿Qué importancia tiene el espacio y el tiempo, Myriam? Puedes estar dando saltos por el mundo, siempre me agradarán tus comentarios y críticas. El tren es fuente inagotable de fantasías cumplidas o añoradas. Un gran abrazo, viajera mundial.
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