Antonio
Campillo Ruiz
Paisaje de jardín
italiano, Klimt, 1913
Apoyó la espalda sobre
la puerta mientras se cerraba lentamente y una vaharada de olor a comida la
rodeó al instante. Sintió un escalofrío de soledad.
Cuando horas antes había
salido sin rumbo con la intención de respirar profundamente, otro escalofrío le
había recorrido el cuerpo envuelto en el grueso y anticuado abrigo. Un viento
gélido la rodeó durante el corto camino que la llevó al parque. Remolinos de
hojas secas la acompañaban y abrazaban. Su largo pelo, recogido en gruesas
columnas negras, tan negras como la noche, se movía con la violencia de las
desarboladas velas de una goleta.
Un lejano relámpago
iluminó débilmente la oscurecida tarde. Había sucedido todo muy rápido, casi
sin darle tiempo para asimilar su tristeza. No lograba entender por qué sentía
aquel desconsuelo, aquella pena. No encontraba la razón que explicase sus
músculos encogidos, su garganta seca, sus ojos mojados. Necesitaba respirar con
fuerza, casi con avaricia. El ahogo encogía más su pecho bajo los brazos
cruzados, escondido, protegido del extraño mundo que había creado su cerebro.
¿Por qué tardaba
tanto en pasar el día? Se levantaba muy tarde para tratar de adelantarlo pero nunca duraba menos. Siempre esperaba sentada en su butaca preferida, la
única que poseía, porque todo se lo habían llevado, incluso sus libros, sus
libros de hojas blancas, casi nacaradas, que ella acariciaba lentamente
conforme pasaba el día. Entre sus páginas guardaba sus pequeños tesoros blancos,
blancos como las páginas. A veces se rompían y debía sustituirlos por otros, pero
los protegía con mucho cuidado porque algunos se los robaban. Se entristecía
mucho cuando los ladrones le quitaban sus tesoros.
Conforme avanzaba
la tarde el frío era más intenso y la tormenta casi estaba ya encima de ella.
Sentía las juguetonas hojas secas hacerle cosquillas en las piernas. Una mano
la cogió del brazo con firmeza y trató de levantarla de su banco. Se sorprendió
pero, cuando vio a los dos hombres que estaban junto a ella, su cara se
dulcificó y sonrió. Se dejó levantar y anduvo con sus compañeros. Abrieron la
puerta y la invitaron a entrar.
De nuevo el
escalofrío de soledad. La tormenta descargaba unos gruesos goterones que
crepitaban con fuerza sobre el cristal de la alta ventana. Observó a su
alrededor y se entristeció al no encontrar sus libros con sus tesoros. La
puerta se abrió y se sobresaltó. Era quien le regalaba sus tesoros. Vestía de
blanco y ella se preguntaba si sabría que le gustaba ese color por carecer de
manchas. Llevaba uno de sus tesoros y un vaso de agua.
- ¿Te tomas la
pastilla?
Antonio Campillo Ruiz
Qué precioso cuento. La descripción es tan dulce que uno de cuando en cuando se distrae de esa melancolía, de esa tristeza desprevenida. Pero no. La descripción vuelve a ser tan viva que incluso hay un momento en que... uno duda... sí... uno duda en verdad si se encuentra leyendo tanto aroma, tanto color y tanta sal dentro de alguna página virtual... o es que se ha tropezado con su propia realidad, lo digo por una muchacha que conozco, sonrío, ella también sustituye uno de esos tesoros... blancos por otros... y el rostro de la historia por por el suyo propio... qué cosas no?
ResponderEliminarPero el cuento es precioso.... como una película muda pero a color, hasta el ultimo guió, es es decir, el primer guión, el agua, la pastilla. Lo ponen todo en su lugar, lo quitan todo de su lugar...
me pierdo...
mejor me despido.
Abrasisísimo.
Hola, Antonio.
ResponderEliminarTraes un relato excelente, y no son palabras.
Asombras al final, como debe ser todo buen relato.
No sé la razón, pero de alguna manera me identifiqué con ella.
Un abrazo.
Hola, un placer leer tan bello texto. Cuidate.
ResponderEliminarEsos tesoros blancos que alivian la soledad y la enfermedad me producen una infinita tristeza.
ResponderEliminarTu relato es delicioso, Antonio, cargado de una tremenda realidad y una profunda tristeza. Es duro digerir las páginas de la vida con marcadores de nácar.
Tu narración, impecable.
Un fuerte abrazo.
Precioso, Antonio, con todos los ingredientes. Una buena costruccion y un buen final. Bienvenido al club de los escritores de exito. Un abrazo.
ResponderEliminarTu lectura, Libélula, es precisa y sabia. Descubres pequeños secretos y por ello tengo que felicitarte.
ResponderEliminarHas realizado una comparación excelente: "... como una película muda pero a color..." Me ha encantado, Libélula.
Es muy interesante que las imágenes fluyan desde el texto y el lector construya una secuencia que se pueda ver.
Tu agrado por el relato me satisface y halaga teniendo en cuenta que eres una escritora tanto de prosa como poetisa.
Un fuerte abrazo, querida Libélula.
Es un placer leer tus palabras, Alicia.
ResponderEliminarSi en la interpretación de algún hecho relatado te identificas con esta chica, espero que sea en los aspectos agradables de su personalidad, que los hay.
Un fuerte abrazo, querida Alicia.
Gracias, Sandra. La visita que he realizado a dos de tus blogs ha sido suficiente para comprender que debo seguirte y leerte.
ResponderEliminarSerá un placer aprender de ti.
Un fuerte abrazo, Sandra.
Cierto, querida Marisa, es una etapa triste la que atraviesa esta chica.
ResponderEliminarMi pregunta no soy capaz de plantearla: ¿se debe tomar pastillas para curar una enfermedad que no afecta a ningún órgano, una enfermedad intangible?
Alguien podrá decir que los sentimientos enferman.
Si es cierto, sólo lo hacen por desconsuelo y amargura. Si no lo hacen, la enfermedad se llama soledad.
Gracias por tus palabras.
Un fuerte abrazo, querida Marisa.
Mariano, siendo bendecido por ti me creo eso del padrinazgo.
ResponderEliminarAhora, sin bromas, te agradezco que hayas leído el relato y que me dirijas tan bellas palabras.
Un fuerte abrazo, Mariano.
Hola amigo, este relato encanta, tanto.. que mi imaginación voló hacia el porque ? lleno de melancolía, desencuentros y como fin, la soledad.
ResponderEliminarEsa soledad sin nada, suele ser a veces una consecuencia , hasta inconscientemente buscada, no algo desprevenido. Tal vez nunca quiso entregarse totalmente a nadie, solo quería ser para si misma, recibir de otros, dar algo a cambio.. pero jamas entregarse completa.
El dolor llega cuando ante esa elección de vida debe pagarla como un castigo, tanto como quedarse sin sus tesoros blancos.. tanto como tomar una pastilla, para nada !
Que jamas le permitirá encontrarse y definirse por si misma.
Me fui lejos !! Antonio.
mejor me voy.. Beso amigo.
El final es de un pragmatismo erótico-poético que derrumba las mas sabias intenciones de cualquiera.
ResponderEliminarAmigo Antonio, MB, ¿Para cuando ese libro de poemas?
Querida ËMy£iâ, tu comentario abre expectativas que he tratado de escribir entre líneas y de puntillas.
ResponderEliminarTú, con mayores conocimientos que yo sobre la mente humana, has leído más allá de lo explícito. ¡Bravo!
Buscar, consciente o inconscientemente, la aniquilación propia mediante la soledad buscada es muy difícil que una pastilla solucione el problema.
Es posible, como dices, que la definición de uno mismo permita encontrar nuevamente el libro de hojas de nácar.
Muy agradecido por tus palabras y mi más sincera enhorabuena por desentrañar lo sustraído en el relato.
Un fuerte abrazo, ËMy£iâ
Enrique, te agradezco que me abrumes porque eres un amigo.
ResponderEliminarSiempre explico a los amigos que traslado a breves palabras lo que veo o pienso. No pretendo mejorar la imagen ya realizada o la que se encuentra en mí. Ella, en sí misma, posee aquello que describo.
Un fuerte abrazo, amigo Enrique.