UNA NOCHE DE VERANO
Antonio
Campillo Ruiz
El hecho de que
Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente
como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil
de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba
realmente enterrado. Su posición –tendido boca arriba con las manos cruzadas
sobre su estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la
situación–, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y
el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y
Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.
Pero, muerto… no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque,
con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que
le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona
vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que
le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin
ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó
dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.
Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una
oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas
nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y
relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los
monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una
persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que
los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se
sentían razonablemente seguros.
Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de
Medicina que se hallaba a unas millas de distancia; el tercero era un
gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos años Jess estaba empleado en
el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza favorita era la de que
“conocía todas las ánimas del lugar”. Por la naturaleza de lo que ahora estaba
haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de
registro podía hacer suponer.
Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían
verse un caballo y un carruaje ligero, esperando.
El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con
la cual había sido rellenada la tumba unas horas antes ofrecía poca
resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a uno de los lados de la fosa.
El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero Jess era práctico
en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el montón de
tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y
camisa blanca
.
En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el
aire, desgarrando la oscuridad, y casi inmediatamente estalló un fragoroso
trueno. Arrancado de su sueño, Henry Armstrong incorporó tranquilamente la
mitad superior de su cuerpo hasta quedar sentado.
Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron,
poseídos por el terror, cada uno de ellos en una dirección distinta. Dos de los
fugitivos no hubieran regresado por nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de
otra pasta.
Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes,
pálidos de ansiedad y con el terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente
en su sangre, llegaron a la Facultad.
–¿Lo has visto? –exclamó uno de ellos.
–¡Dios! Sí… ¿Qué vamos a hacer?
Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde
vieron un carruaje ligero con un caballo uncido y atado por el ronzar a una
verja, cerca de la sala de disección. Maquinalmente, los dos jóvenes entraron
en la sala. Sentado en un banco, a oscuras, vieron al negro Jess. El negro se
puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.
–Estoy esperando mi paga –dijo.
Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry
Armstrong. Tenía la cabeza manchada de sangre y arcilla por haber recibido un
golpe de azada.
Ambrose Bierce
NOTA IMPORTANTE.-
Desde el pasado día 28 de febrero, un error informático me impide poder realizar comentarios, entre otras anomalías, en las publicaciones de los blogs amigos. Siento mucho el contratiempo y espero solucionar el problema lo antes posible.
PUBLICACIÓN PROGRAMADA.
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Impresionante el relato,... qué mala fortuna morir dos veces, cuando la primera "muerte" había sido todo descanso y paz. Pobre hombre y pobreza de corazón en el autómata asesino. Me ha encantado y me ha puesto los pelos de punta!!, gracias Antonio, siento lo de tus problemas tecnológicos, espero se solucionen pronto. Un abrazo.
ResponderEliminarConfirma que todo trabajo es una rutina por su repetición, haciendo que la persona que lo efectua lo haga mecanicamente sin influencias de miedos o prejuicios propios. Jess valoró exactamente el estado del muerto, o sea vivo. Supongo es una autodefensa para los que desarrollan trabajos muy peligrosos, como los artificieros.
ResponderEliminarBierce fue un gran cuentista, me encantó como cerró el circulo en esta historia: que te crean muerto, y estés vivo...o que te creas muy vivo, y termines muerto! Ja! Saludos, Antonio.
ResponderEliminarUn impactante relato.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte. Feliz fin de semana.
Todo puede ser, hay muchos muertos caminando, y muchos vivos presentes en cada uno de nosotros.
ResponderEliminarAbrazos
Excelente e impecable el relato, Jess hizo lo suyo...
ResponderEliminarAbrazos Antonio y
buen domingo
Nunca faltas a tu cita, Antonio.
ResponderEliminarEstas cosas suelen pasar con el fragor de la tormenta.
Cuantas historias ocurridas a través del tiempo no se han creado al amparo de los rayos y los truenos.
Historias auténticas que me contaron cuando niña y los tiempos eran más difíciles que los de hoy. Que ya es decir.
Excelente, Antonio.
ResponderEliminarGracias amigo
MAGNÍFICO Y TREMENDO, RELATO, AMIGO ANTONIO.
ResponderEliminarFeliz noche.
Gracias Antonio, por recordarme este magnífico relato que me sirvió de inspiración, en su momento, para escribir mi relato "El sepulturero".
ResponderEliminarUn abrazo