SOMBRAS
EN LA NOCHE
Antonio Campillo Ruiz
Anna Razumovskaya
Una
pequeña racha de aire frío la saludo al cruzar el desvencijado portal.
Oscurecía. Una estrecha minifalda dejaba al descubierto unas largas piernas con
medias negras, que terminaban en unos zapatos rojos de alto tacón puntiagudo. Una
simple camisa, brillante y de amplio escote, sugería el inicio de sus pechos. Un
bolso mínimo completaba su atuendo. Sintió un escalofrío como era habitual
cuando salía a esta hora de casa, no a causa de la baja temperatura exterior. Había
preparado un caldo caliente, con poca sustancia, y bebió poco, muy poco, como
siempre. El pequeño estudio en el que vivía se encontraba cálido y la pereza
por salir a la calle la hizo dudar aunque sabía que debía acabar en ella. Aquella
tarde paseaba poca gente por la acera,
sólo algunas personas se apresuraban, embutidos ya en ropas de abrigo, de un
lado a otro. Irían a casa, pensó mirando sin ver las sombras que minuto a
minuto eran más negras, más inquietantes. No fumaba pero encendió un cigarrillo
que se consumiría lentamente entre sus dedos. Al menos, la luciérnaga de su
destrucción la acompañaba e identificaba que allí se encontraba alguien. Paseó
no más de siete pasos a la derecha y unos ocho a la izquierda para volver a
empezar. Un coche salpicó con el agua sucia de la calzada uno de sus zapatos
rojos y la enfadó mucho. Sabía que protestar no devolvería el brillo, tras
aquella negra mancha, al rojo con el que había teñido el zapato.
Anna Razumovskaya
Llevaba
media hora midiendo los pasos que daba en uno y otro sentido por una dirección
imaginaria que se perdía a lo largo de la calle. Una de las veces que llegó al
final de sus siete pasos e iba a girar se encontró con un rostro conocido, casi
igual de mal maquillado que el suyo y de expresión hosca. Saludo a la mujer
que, como ella, poseía un pequeño coto del que no podía salir. Un inexistente
contrato, un acuerdo sin palabras, las hizo merecedoras de aquellas propiedades
que, como todas, ofrecía ventajas e inconvenientes. Nadie. Nadie caminaba ya
por la fría noche. Su cuerpo y la falta de alimento le provocaban un inmenso
vacío interior. Aquella noche debía ganar algún dinero. No tenía nada y ni
siquiera ponía la televisión por no gastar. Pasaba el tiempo de su soledad
acurrucada en su maltrecha cama, ahora casi bien preparada, por si acaso podía
usarla, soñando despierta o durmiendo un sueño ligero, intranquilo.
Anna Razumovskaya
Su ilusión por la vida dejó de existir hacía ya muchos años, cuando su marido,
médico y de selecta posición, la abandonó sin oficio ni beneficio. Le había
conocido desde siempre. Jugaban juntos a la rayuela y estudiaban en el mismo
colegio. Al acabar la Enseñanza Primaria, su padre, minero duro y viudo, murió
en un accidente. Aquella vez, la mina se cobró doce vidas que eran necesarias
en sus casas. Vivió sola con la poca indemnización que le asignaron al albacea
que se hizo cargo de ella. Nunca disfrutó de aquel dinero y quedó para hacer
las tareas hogareñas. A los tres años se casó con su amigo de siempre y fue
feliz durante un período de tiempo suficiente. Posiblemente, no querían que
fuese más ni que se acostumbrase a disfrutarlo ni que viviese en armonía.
Su
incapacidad para comportarse con la fascinación de amigos y compañeros la fue
arrinconando hasta que en un segundo, en un instante, se vio en la calle. No
supo qué hacer hasta encontrar este
refugio en un lugar que desconocía y donde era habitual el monopolio tácito de
un coto de caza pequeño, sin ciervos, sin pájaros, duro y muy preocupante.
Cuando el casero la indujo a la vida que arrastraba con pesar, se derrumbó. No
sabía si de hambre o de susto. Su opción fue dejarse ir ante unos hechos
consumados: o vivía o moría. Un coche frenó bruscamente haciendo que levantase
la mirada que se perdía en el reflejo de la luz de una farola en el charco de
agua sucia de la calzada. Pensó que ahora se desarrollaría la poca conversación
que tendría en todo el día. ¿Cuánto? Para casi inmediatamente seguir
solicitando información, la peor para ella, la más degradante: ¿qué sabes hacer?
Antonio Campillo Ruiz
Anna Razumovskaya
Querido Antonio, he quedado impactada ante la lectura de este texto porque, amigo, cuán profundo y bien narrado. Tu talento para meternos en el cuerpo de ella, te convierte en un eximio escritor. Qué decir de las obras de arte que acompañan tu relato? Simplemente, majestuosas, dignas de ocupar un lugar preferencial en la sala principal. Felicitaciones a ambos, escritor y artista plástica.
ResponderEliminarSon unos dibujos magníficos para una descripción perfecta y absoluta, Antonio.
ResponderEliminarTodo un goce para el intelecto.
Buen relato de una desgraciada vida, narrado de manera sencilla, como la vida misma, hay quien se la busca y la encuentra y otros que sin buscársela la encuentran, tal vez sea este el caso de esta chica. Bellos cuadros, me encanta este tipo de pintura, gracias por esta exposición ANtonio
ResponderEliminarUn abrazo
El relato me apasionó... sinceramente, se vivía el momento, el frío, el hambre... (aunque pienso que siempre hay otras opciones de trabajo...en fin... cada uno....) Los cuadros me impactaron sobremanera. Gracias! y un abrazo, amigo !
ResponderEliminarProfundo, tremendo y hasta cruel, amigo Campillo. Genial. La vida en pareja y de la pareja de hoy ... un mundo nuevo.
ResponderEliminarPor crecer en un barrio en el que cada día veía –y saludaba- a estas mujeres, me has provocado recuerdos. Uno, el de una mujer madrileña, tipo avagardner, a la que cada día acompañaba su marido con dos niños hasta los soportales, junto a mi casa, donde ella quedaba dando esos pocos pasos que tan bien y con tanta minuciosidad describes, querido amigo. Una pareja bella, quién sabe cargados con qué historias. A ella la llamaban en el barrio, “la veintinueve”, como el tranvía que hacía la circunvalación de la ciudad.
ResponderEliminarLlego hasta aquí siguiendo tu enlace. Gracias por formar parte de los seguidores de mi blog. Espero que soluciones pronto el problema que tienes para comentar, así puedo saber lo que piensas de mis haikus.
ResponderEliminarDesde ahora me pondré a leer tus publicaciones que están llenas de sensibilidad, arte y buen
Gusto.
Saludos
Duro, durísimo y creo que lo hace más el estar contado desde la sugerencia, señalando la realidad como un reflejo, "el reflejo de la luz de una farola en el charco de agua sucia de la calzada", así se siente ella y así participamos nosotros de sus sentimientos. Es la única vez que aparece el término sucia; lo escabroso, lo indecente, lo obsceno es la vida anterior que le ha tocado vivir.
ResponderEliminarMe encantan estos relatos donde se lee mucho más de lo que queda explícito. Te felicito Antonio.
Besos y feliz fin de semana :)
Que gran relato Antonio, a saber la cantidad de historias que encierra cada vida que, como tan bien has descrito, se consumen en las calles vacías de frías y oscuras noches. La forma en que lo cuentas nos hace estremecer en ese escalofrío que la envuelve de incertidumbre y desgracia.
ResponderEliminarLos cuadros me parecen magníficos, sois unos grandes artistas.
Un abrazo enorme querido amigo.
Realmente debe ser humillante para un ser humano ese instante, el mismísimo que tú nos retratas tan magistralmente en este relato;el momento en que un ser decide poner precio a la degradación ajena, a la necesidad de otro. Qué triste y, al mismo tiempo, qué inevitable parece ser a la luz de la historia, verdad? Escogiste unas ilustraciones preciosas y perfectas para el contenido. Aprovecho para enviarte un gran abrazo, Antonio.
ResponderEliminarUn relato emocionante, duro y realista.
ResponderEliminarUna genial narración.
Un abrazo bien fuerte.
Como me gustaría escribir como tu.
ResponderEliminarUna historia mas dura, pero al día...
Besosss
Está casi todo dicho en los comenrtarios anteriores.
ResponderEliminar¿Cuánto? ¡Cuánto de triste, dura, difícil puede ser la vida para casi cualquiera!
Un abrazo, Antonio.