LAS
HADAS
Antonio Campillo Ruiz
¡Pobre del amor a quien la fantasía abandona!
Arturo Graf
Christiane Vleugels
Despertó
lentamente. Buscó, sin encontrar, la luz del gran ventanal que la iluminaba
todas las mañanas. La oscuridad y el silencio eran dueños de aquel lugar que no
identificó. Sus manos, bajo las blancas y suaves sábanas, tocaron su cuerpo de arriba abajo.
Se encontraba desnuda. Sorprendida y sobresaltada se incorporó. Junto a ella,
en una cama idéntica y unida a la suya, se
encontraba aquel muchacho que la había enamorado contándole historias fantásticas. Dormía plácidamente con sus labios entreabiertos. Un impulso, una mano invisible en su espalda, una sensación de infinito cariño, la impulsaron a besar aquellos labios muy suavemente. Cuando percibió la leve calidez de su respiración y la suavidad de su roce recordó con intensidad los innumerables besos que, cada mañana, había dejado en las mejillas de su tía Aurora. Todo un verano besándola por el agradecimiento de escuchar día tras día una historia diferente, mágica, plena de vericuetos fabulosos. Sus padres habían decidido aquella estancia en su pueblo de origen para que su madre, a pocos meses de dar a luz a su hermana menor, descansara y respirase el aire puro, aquel viento que provenía de los picachos y valles encajados entre ellos, siempre verdes, siempre bellos, que rodeaban las casas de planta baja y gruesas paredes de piedra. Ella, como niña de pocos años, esperaba con ansiedad la hora en la que su tía preparaba un desayuno con dulces, que hacía con primor, un tazón de leche recién ordeñada y frutas, muchas frutas recolectadas de los numerosos y diferentes cultivos que se encontraban en las suaves y fértiles tierras que rodeaban el pueblo. El abuelo, de carácter severo pero muy cariñoso, había construido una gran mesa con la madera de un tilo al que amó tanto que no quiso separarse de él. La colocó bajo el gran castaño que se encontraba en el jardín de la casa. Allí, con el sabor de los dulces el esplendor del verde y el fresco de la mañana que las envolvía, la tía Aurora le contaba los cuentos de hadas que, aun en su edad adulta la habían llevado por los caminos de la fantasía. Le encantaban las hadas. Y, de entre ellas, aquella que vestía un taje verde y se tocaba con una corona de laurel y olivo. Era su hada personal. Las hadas, para ella, eran muy, muy pequeñitas y volaban a su alrededor mientras ella correteaba por entre los arbustos que rozaban su cara y olían a yerba recién cortada. Poseían unas alas con élitros protectores multicoloreados. Cuando
se posaban sobre un tallo, la luz irisaba tan bellamente a las hadas que le era imposible dejar de observarlas con admiración y amor. La tía contaba y contaba historias que sonaban en su boca como un susurro, un silbido grave, un estertor agónico por relatar lo que jamás fue pero desde siempre era y sería para ella. Cuando púber, le entusiasmaba ver las largas filas de carruajes de los trenes con la multitud de viajeros asomados por las ventanillas, unos despidiéndose en silencio, otros riendo o llorando. Siempre se preguntaba hacia dónde se dirigiría cada uno, qué esperaban encontrar o visitar placenteramente y, sus sueños se transformaban en realidades vividas a través del mundo de ilusión creado por su tía y los libros de largos viajes que leía con la pasión de ser la protagonista de aventuras emotivas e, incluso, peligrosas y desbordadas de sensaciones. Ahora, acariciando con la punta de los dedos todo el cuerpo de aquel joven deseaba extender sobre él su delicadeza, tantos y tantos sentimientos que, al despertar, su desorientación sobre el tiempo y el espacio le transportara hasta aquel mundo de su infancia, de su pubertad, de su inocencia. Aquel leve tacto erizaba la piel del muchacho conforme avanzaba y fue despertando con la lentitud de un placer que nunca acaba. Se abrazaron muy fuertemente y ella apreció cómo las sombras que siempre la circundaban en un baile de recuerdos eternos fueron desapareciendo con la plenitud del calor que se fundía con su cuerpo.
encontraba aquel muchacho que la había enamorado contándole historias fantásticas. Dormía plácidamente con sus labios entreabiertos. Un impulso, una mano invisible en su espalda, una sensación de infinito cariño, la impulsaron a besar aquellos labios muy suavemente. Cuando percibió la leve calidez de su respiración y la suavidad de su roce recordó con intensidad los innumerables besos que, cada mañana, había dejado en las mejillas de su tía Aurora. Todo un verano besándola por el agradecimiento de escuchar día tras día una historia diferente, mágica, plena de vericuetos fabulosos. Sus padres habían decidido aquella estancia en su pueblo de origen para que su madre, a pocos meses de dar a luz a su hermana menor, descansara y respirase el aire puro, aquel viento que provenía de los picachos y valles encajados entre ellos, siempre verdes, siempre bellos, que rodeaban las casas de planta baja y gruesas paredes de piedra. Ella, como niña de pocos años, esperaba con ansiedad la hora en la que su tía preparaba un desayuno con dulces, que hacía con primor, un tazón de leche recién ordeñada y frutas, muchas frutas recolectadas de los numerosos y diferentes cultivos que se encontraban en las suaves y fértiles tierras que rodeaban el pueblo. El abuelo, de carácter severo pero muy cariñoso, había construido una gran mesa con la madera de un tilo al que amó tanto que no quiso separarse de él. La colocó bajo el gran castaño que se encontraba en el jardín de la casa. Allí, con el sabor de los dulces el esplendor del verde y el fresco de la mañana que las envolvía, la tía Aurora le contaba los cuentos de hadas que, aun en su edad adulta la habían llevado por los caminos de la fantasía. Le encantaban las hadas. Y, de entre ellas, aquella que vestía un taje verde y se tocaba con una corona de laurel y olivo. Era su hada personal. Las hadas, para ella, eran muy, muy pequeñitas y volaban a su alrededor mientras ella correteaba por entre los arbustos que rozaban su cara y olían a yerba recién cortada. Poseían unas alas con élitros protectores multicoloreados. Cuando
se posaban sobre un tallo, la luz irisaba tan bellamente a las hadas que le era imposible dejar de observarlas con admiración y amor. La tía contaba y contaba historias que sonaban en su boca como un susurro, un silbido grave, un estertor agónico por relatar lo que jamás fue pero desde siempre era y sería para ella. Cuando púber, le entusiasmaba ver las largas filas de carruajes de los trenes con la multitud de viajeros asomados por las ventanillas, unos despidiéndose en silencio, otros riendo o llorando. Siempre se preguntaba hacia dónde se dirigiría cada uno, qué esperaban encontrar o visitar placenteramente y, sus sueños se transformaban en realidades vividas a través del mundo de ilusión creado por su tía y los libros de largos viajes que leía con la pasión de ser la protagonista de aventuras emotivas e, incluso, peligrosas y desbordadas de sensaciones. Ahora, acariciando con la punta de los dedos todo el cuerpo de aquel joven deseaba extender sobre él su delicadeza, tantos y tantos sentimientos que, al despertar, su desorientación sobre el tiempo y el espacio le transportara hasta aquel mundo de su infancia, de su pubertad, de su inocencia. Aquel leve tacto erizaba la piel del muchacho conforme avanzaba y fue despertando con la lentitud de un placer que nunca acaba. Se abrazaron muy fuertemente y ella apreció cómo las sombras que siempre la circundaban en un baile de recuerdos eternos fueron desapareciendo con la plenitud del calor que se fundía con su cuerpo.
Antonio Campillo Ruiz
Christiane Vleugels
Me encantan la hadas y los cuentos. Mi padre inflamó mi imaginación contándome mil historias, reales e irreales.
ResponderEliminarTu entrada de hoy es preciosa.
una lluvia de besos
Antonio me ha hechizado tu relato, he vivido según lo leía mi propia infancia y la de mi hija, yo creía en las hadas, mi padre me contaba muchos cuentos de ellas y muchas veces no me dormía hasta que un reflejo cualquiera se colaba por la ventana y yo imaginaba que era Liel, mi hada favorita, pero es que después en la infancia de mi hija, la llené de más fantasías, incluso cuando salíamos al campo, nos llevábamos pan o galletas que ella colocaba junto a un árbol, para que comiesen las hadas y los enanitos...
ResponderEliminarEs mundo mágico que e acaricia el alma cuando eres pequeña... pero...¿Qué ocurre al hacernos mayor? Te parecerá absurdo en una persona culta, pero continuo creyendo en ellas, como elementales, quizá algún día se las pueda fotografiar. Los microbios estaban ahí y nadie pensaba que existían, hasta que se inventó el microscopio...
Me ha emocionado la belleza y romanticismo que has puesto en esta entrada, también hay que dejar en libertad la imaginación y soñar.. soñar con la fantasía que nos cautivó en nuestra infancia. Felicitaciones Antonio, porque me has llevado al lugar donde habitan los sueños. y por unos momentos su magia me ha envuelto.
Un abrazo con mi cariño.
Ángeles.
Las hadas mi compañeras de sueños. Me encantán! Besitos querido amigo.
ResponderEliminarLa verdad Antonio, yo no creo ni en las adas ni en las brujas, pero, este relato no deja de ser tierno, delicado, y como dice Angeles, belleza y romanticismo no le falta. Cuando una persona escribe amigo ANtonio, escribe lo que le sale del alma, no es así? es como los sueños, porque soñamos con adas? se sueña o se escribe de lo que se añora? en fin, son preguntas que se me vienen y te las traslado
ResponderEliminarUn abrazo tocayo
Sin fantasía no hay vida ... no obstante, amigo Campillo, no siempre se distinguir cuando estoy en ella o con ella.
ResponderEliminarMagnífico artículo ... poesía en rama
Un lindo relato
ResponderEliminarSiempre me han gustado los cuentos de hadas
Un fuerte abrazo
Un lindo relato
ResponderEliminarSiempre me han gustado los cuentos de hadas
Un fuerte abrazo
Un lindo relato
ResponderEliminarSiempre me han gustado los cuentos de hadas
Un fuerte abrazo