EUGENIA
Antonio Campillo Ruiz
Helena Nelson Reed
Eugenia
sintió un profundo pinchazo que atravesó su pecho. El inicio de un mal presagio
se estaba gestando. En su pubertad, la abuela Catalina le repetía con
frecuencia su cualidad diferenciadora: sería una mujer que podría sentir el
tiempo. Nunca especificó qué tiempo sería pero estaba convencida de ello y
repetía sin cesar una salmodia pagana premonitora de su afirmación. No, la
abuela no era ninguna bruja, simplemente era una mujer que creía en el sonido
del viento, el color de las nubes al atardecer y la niebla de la mañana. La
Naturaleza la había dotado de una sensibilidad especial que, posiblemente,
sería hereditaria. Los grandes ojos verdes de aquella muchacha púber que fue, poseían
una vivacidad especial pero, con mucha frecuencia, destilaban un líquido incoloro
que al llegar a su boca lo paladeaba salado. Se emocionaba con la voz recia,
dulce y autoritaria con la que Catalina, la abuela, contaba historia tras
historia, llevándola de la mano, por el inmenso bosque imaginario en donde se
cruzaban caminos todavía desconocidos.
Helena Nelson Reed
Eugenia se acaloró y jadeaba levemente tras subir el pequeño cerro en
donde se encontraba “…el lugar más bello del mundo…” Los miles de aromas de un
manto de plantas se unían al murmullo quedo y repetitivo del agua remansada,
tan límpida que reflejaba como un espejo
el cielo, los árboles, e incluso su propia figura. Sí, su rincón era un remanso
del río que, habiendo erosionado las débiles orillas formaba un ensanche que
anegaba una buena extensión de terreno. Cuando niña se bañaba en él con sus
amigos y hermanas casi todos los días del corto y caluroso verano. El pueblo se
encontraba entre la ladera de las montañas y la inmensa llanura. Inspiró con
fuerza, con mucha fuerza, tratando de que penetrase en sus pulmones aquel
fresco que procedía de un entorno tan recóndito como apacible y desconocido. Se
sentó en una lasca plana junto al agua que se deslizaba mansamente hacia la
pequeña represa que existía en el curso del río. Quedó mirando embelesada el
agua, los árboles, la tardía floración y las yerbas que, al pisarlas por la
larga y empinada senda, desprendían un aroma a savia de heno embriagadora.
Manejado como sabía hacerlo, el tiempo voló ante ella sumiso, como predijo la
abuela Catalina. Tendió sobre el agua el manto de los recuerdos y ordenó,
altiva, al tiempo que pintase en él las escenas que guardaba para ella. Los
amigos se quitaban el calzado y se introducían en aquella agua cristalina.
Buscaban piedras con diferentes franjas de colores y formas. Las más valiosas
eran las planas, muy planas. Al lanzarlas como pequeños platillos voladores
sobre la superficie del agua, saltaban una vez tras otra tal cual si poseyesen
vida propia. Después, todo el grupo caminaba lentamente a través del agua
pisando, delicadamente, un fondo rocoso que ocultaba oquedades en donde tenían
sus pequeños nidos los cangrejos.
Helena Nelson Reed
Eugenia
se sorprendió cuando una nueva pintura del tiempo le mostró cómo caminaba sola
por el empinado sendero y al llegar a la pequeña laguna se empezaba a
desvestir. Nerviosa, miraba sin cesar hacia todos lados como buscando a quien
pudiese romper el rito que, diariamente, realizaba sin que amigos ni familia lo
conocieran. Cuando sólo quedaba sobre su cuerpo los pequeños pantalones
veraniegos, con cuidado, lenta y bien afianzada a una invisible cachaba, avanzó
hasta el centro del gran remanso. La fría agua relajaba sus piernas y cuando lanzó
delicadamente su cuerpo hasta sumergirlo, experimentó unos leves pinchazos que
le recordaron el disgusto de aquella agua al sentir su superficie rota y
alborotada. Nadaba muy apaciblemente cuando sintió una extraña caricia en sus
pequeños y erectos pezones. Sus pechos, en la primera fase de formación
todavía, se electrizaron y con rapidez trató de ponerse de pie. Un doloroso
roce en las rodillas le indicó que el lecho se encontraba, en esa zona, a muy
poca distancia de la superficie del agua. Comprendió con rapidez lo sucedido.
Las redondeadas piedras del fondo, aquellas que buscaban con afán ella y los
amigos, le habían acariciado sus pezones debido a la escasa profundidad. ¿O
había sido por otro motivo? Nunca lo supo y volvió a soñar con aquel instante
que nunca desaparecía de un recuerdo tan especial como celosamente guardado.
Helena Nelson Reed
Eugenia
miró hacia todos lados. Comprobó que se encontraba sola con el tiempo, el agua
y la naturaleza y empezó a desvestirse como hacía tantos años. Con sólo sus
pequeños pantalones cortos se fue introduciendo en la laguna y nadó
ansiosamente hacia el lugar donde se encontraba el bajío con gran cantidad de
pequeñas piedras redondeadas.
Me fue junto con Eugenia. Besitos
ResponderEliminarLindo relato. Y unas imágenes muy bellas.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Me has sumergido en esa historia, maestro Campillo ... quien pudiera ser Eugenia, siempre.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo