SILENCIO ESTRIDENTE
Antonio Campillo Ruiz
Un
estridente chirrido de roce entre hierros, anuncia la llegada, por la
desembocadura de lo insospechado, de aquella larva de luciérnaga con el nombre
grabado en la parte superior de su cabeza. Ni la velocidad para horadar el
negro camino que le tenían asignado ni su tamaño eran comparables a la de sus
hermanas animales. Un sordo sonido, precedido de una vaharada de aire caliente,
llega hasta los pacientes ciudadanos que esperan, en silencio, aquel tropel de
sonidos inconexos y desagradables.
El
desinflar de aire a alta presión abre puertas por las que, presurosos, salen y
se introducen en el convoy los pasajeros que buscan, con afán, un lugar donde
ubicarse. Como un programado movimiento, las manos se dirigen a bolsos y
bolsillos en busca del “aprovechador de tiempo” de turno. Libros clásicos de
papel, electrónicos, móviles, tablet, salían presurosos y eran sostenidos por
manos ávidas. Rostros serios, silenciosos, preocupados, cansados, inmersos en
sus quehaceres comunicativos con todos excepto con su vecino de viaje,
conforman un conjunto que, en el interior de la gran luciérnaga tubular,
manifiestan su indiferencia y escuchan el silencio estridente, machacón,
irritante.
Al
arrancar el invento que les haría alcanzar, en el mínimo tiempo posible, sus
lugares de trabajo, ocio o residencia, el poder de la aceleración cimbrea
cinturas y obliga a sujetarse en gruesas barras distribuidas al efecto por el
interior de aquel largo gusano articulado. Manos y dedos se esfuerzan en
sujetar y detener el movimiento que impulsa
letras y números, desde sus distractores preferidos, a un baile que
entorpece su comprensión. A pesar de ello, sus miradas se empecinaban en seguir
la trayectoria de los dispares movimientos generados por los traqueteos de
curvas, tirones o frenadas. El silencio seguía siendo total entre los viajeros.
Pareciese que todos escuchaban con atención la música atónica que entremezclaba
sus frecuencias y falsas interpretaciones dependiendo del estado del camino y
necesidades de la enorme oruga. No, no posee ninguna armonía ni su ritmo es
fácil de seguir. Una claridad se apodera velozmente de la obscuridad
persistente a través de las ventanillas acristaladas. Al detenerse aquel
artefacto, se repiten las rápidas entradas y salidas de él.
Siguiendo
el camino de quienes lo han abandonado, pasillos adornados con fotografías,
pretendidamente impactantes, altercados y discusiones igual de disonantes que
el invento del que se sale, largos pasillos, sube y baja escaleras, laberintos
horadados que tragan o expulsan a la silente multitud que avanza recta,
monótonamente ordenada, hacia un nuevo sonido: gloooup, gloooup, gloooup, que
anuncia la presencia de otro aparato que facilita el paso de los viajeros. La
larga escalera mecánica avanza con cansancio hacia su fin sinfín mientras es
cabalgada por todos sus ocupantes, que, en tétrico silencio, no deben realizar
esfuerzo alguno para subir a un nivel más cercano al cambio de oruga o a la
salida de aquella madriguera artificial.
Indicaciones
y, nuevamente, golpes secos de hierros esperan en unas portezuelas con un
extraño diseño. No se escucha, entre las fuertes corrientes de aire, ni siquiera
una voz, una tos, un carraspeo de garganta seca, sólo los golpes y golpes de
las puertas de salida y entrada. Tras ellas, una escalera de granito, áspera
para que cumpliese su función de ser antideslizante, espera a los raudos
caminantes. Al ir saliendo, con la lentitud de una soledad acompañada, se
escucha, cada vez con más intensidad, la música de un improvisado doncel que ha
cambiado el canto a su amada por el dinero que le donan los viandantes, un
murmullo de motores, ruedas sobre el asfalto, arrullo disonante y el silencio
de paseantes o presurosas personas que deben seguir hacia un camino, trazado
con la seguridad de lo cotidiano, que les conduce a su destino.
Atrás
queda aquel hoyo enorme, aquella entrada a un infierno pleno de luz artificial
y de aparatos mecanizados que facilitan, según los usuarios, que el tiempo
empleado en el traslado de un punto a otro de la ciudad sea el más corto
posible, algo que a veces se consigue y otras no. Es preciso sentir el paso del
tiempo en el interior del gusano metálico para determinar cuánto se ha leído,
cuánto se ha jugado, cuánto se han estudiado, cuánto se ha dormido durante el
trayecto, cuánto se ha percibido la soledad rodeado de personas iguales a uno
mismo.
Antonio, eres genial, esa interpretación del mundo del ruido en el que vivimos, tan impersonal, tan bello, tan difícil, tan cruel, tan necesario ... genial.
ResponderEliminarAh, ya tengo Guasap ... desde el mediodía de hoy jueves.
Un abrazo, amigo y, ah, créetelo, sigues totalmente en forma
Pues sí, Enrique, me ha parecido, como dices, de una impersonalidad, de un automatismo monótono y aceptado, pasmoso. Esto es lo peor, aceptar esta incomunicación y esta soledad rodeado de personas que pueden enriquecer tu vida. A veces, cuando empiezo a hilar la hebra con algún compañero de viaje me miran extrañados. Debo parecerles un extraterrestre por atreverme a parlamentar con el vecino. Pues, ¿sabes qué? Que lo voy a seguir haciendo siempre. Tengo ya varios colegas de ambos sexos que, cuando coincidimos, empiezan a hablar ya ellos. Un abrazo, querido amigo.
Eliminarque placer el volver a leerte
ResponderEliminarbienvenido a la blogsfera muchacho
¡Bien hallada, querida Recomenzar! Seguimos rompiendo el léxico y la concordancia textual. Muchas gracias por tu bienvenida. Un gran beso.
EliminarTÍA CONCHI.
ResponderEliminar"Es muy interesante, curioso, poder escuchar los distintos sonidos que se mezclan en una estación de metro y escucharlos de una manera disociada. Tú lo observas, falta entre los sonidos el de la voz humana. Y esto es lo inquietante para mí de este espacio, el más deshumanizado de la gran urbe. Ausencia de voces, ausencia de sonrisas y de mitradas.Los ojos prendidos en las pequeñas pantallas y, si por casualidad los apartan de ellas, vagan por los rostros de los demás viajeros sin ningún interés, indiferentes, fríos. Y, fíjate, a veces he pensado que en caso de fallo de energía, la que alimenta al monstruo, no solo este y los demás elementos mecánicos quedarían paralizados. Imagino a los viajeros parados, estáticos, congelados en absurdas posturas.Robots sin conexión. No me gusta el Metro y después de tu pormenorizado análisis me reafirmo en ello.Esa bestia mecánica que engulle y vomita, para volver a engullir y vomitar continuamente y sin empacho seres anónimos por sus enormes fauces de cemento y hierro. Qué imágenes más interesantes y qué texto más certero. Gracias, Antonio. Un abrazo."
Tía Conchi ha tenido un pequeño altercado con este lenguaje de ceros y unos que no le ha permitido escribir un comentario a esta publicación. Me lo ha enviado por vía segura, el correo ordinario y ¡escrito a mano!, algo que hay que agradecer siempre porque la psicomotricidad requerida para la escritura a mano se pierde a una velocidad que alcanza a la de la luz. Lo he "trasladado" íntegro a este "sofisticado" y, a veces, poco considerado medio.
EliminarGracias, Tís Conchi. Has captado el aspecto más interesante que he querido resaltar en este minireportaje, realizado con la espontaneidad de la inmediatez. Observar, asombrarme y rodar. Todo seguido y teniendo una idea muy clara de que estaba percibiendo lo imperceptible, lo "extraño" de una situación a la que faltaba, como muy bien dices, un sonido que debía de apagar a todos los demás: la voz humana. Un gran abrazo, querida Tís Conchi.
EliminarSi se me recibe, quiero darte las gracias por trasladar mi manuscrito al extraño lenguaje que describes. Y es verdad que cada vez se hace más difícil la escritura a mano. Una pena.
ResponderEliminarDesde ahora si el lenguaje de ceros y unos me falla, estoy dispuesta a mandarte mi mensaje por el viejo, siempre hermoso, y más cercano, correo convencional. Otro abrazo
Si se me recibe, quiero darte las gracias por trasladar mi manuscrito al extraño lenguaje que describes. Y es verdad que cada vez se hace más difícil la escritura a mano. Una pena.
ResponderEliminarDesde ahora si el lenguaje de ceros y unos me falla, estoy dispuesta a mandarte mi mensaje por el viejo, siempre hermoso, y más cercano, correo convencional. Otro abrazo