HORTENSIA
Antonio Campillo Ruiz
Leonid Afremov
Hortensia
no esperaba que lloviese con tanta furia. Aquella mañana estaba preparada para
que su amigo pudiese apreciar lo que sentía cuando paseaba por aquel inmenso
robledal. La lluvia, fría, desapacible y bella, pintaba, a la acuarela, unos
desdibujados retazos de paisajes atormentados. Ella, que se sentía tan feliz siendo
anfitriona de sus recorridos por entre la Naturaleza, se encontraba muy
contrariada. No podrían llegar hasta aquel pico que sobresalía con altivez
sobre el resto de las montañas que rodeaban el pueblo. Se refugiaron en una
zona densa de arbolado y, conocedora de la variabilidad de la atmósfera,
esperaron ante la predicción, personal, de que pronto escamparía. Las hojas
empezaron a empaparse y, saturadas de agua, cobijarse bajo ellas supuso recibir
doble lluvia. Era preferible estar a la intemperie y por ello, corrieron como
dos niños que habían cometido una travesura hasta una extraña construcción que
poseía un alero donde resguardarse. Su amigo la inspeccionó intuyendo que estaba allí, en medio del bosque, con un fin, descubriendo que, en
una de sus caras, existía una entrada baja que daba paso a un pequeño habitáculo
en el que se podía estar de pie e incluso, en una pequeña mesa de ladrillos se
podía hasta descansar sentado. La llamó y, no sin miedo, se agacho y entró en aquel sigular lugar. Una tela de araña
del rincón izquierdo le rozó su desnudo brazo haciendo que chillase con terror.
Explicó a su amigo que no soportaba los lugares cerrados y solitarios porque le
parecían lugares de otro mundo. A pesar de todo, se mantuvo quieta y, al poco
tiempo, continuaron su animada charla protegidos por aquel eficaz refugio.
Leonid Afremov
Hortensia
había pasado la noche inquieta. El anuncio de que su amigo llegaba aquel día y
podrían continuar sus animadas charlas, interrumpidas por nada desde hacía un
tiempo, la inducía a cometer pequeños errores en la manipulación y orden de sus
papeles, sus informes y su casa. No sabía lo que sentía pero tenía la sensación
de poder demostrar, en los ojos de su amigo, lo que tantas veces habían
hablado sobre la belleza que rodeaba su aislada casa. Colores y olores
conformarían una paleta impactante. Estaba segura. Sus múltiples
pinturas y los retratos de ella, cincelados con delicados y potentes pinceles
sobre telas ásperas, serían de su agrado.
Leonid Afremov
Hortensia
tuvo conciencia de esta preocupación, que no debería ser tal, precisamente,
durante su inquieto sueño. No entendía cual sería la causa. Lo esperaba con la
ilusión de que hiciese realidad descripciones que, sin vivirlas, son difíciles
de explicar. Nada es similar al olor de la tierra, la hojarasca, las plantas herbáceas,
cuando la lluvia las empapaba. Pero, con el paso del tiempo, la luvia y la
alegría, se retrasaba la inmensa retahíla de temas por tratar y que deseaba
expresar, compartir precipitadamente, como los había soñado durante la noche.
Su nervioso verbo no dejaba escapar ningún tema que, desde hacía tanto tiempo,
era necesario para ella comunicar a su amigo. Sucedieron tantos hechos,
queridos y despreciables, en tan minúsculo tiempo que se encontraba nerviosa y,
a la vez, reticente a ser ella la que iniciase uno solo de ellos. Lo miró
intensamente y en ese momento supo que una sombra, una leve cortina de
sufrimiento había apagado sus ojos. Supo que sería poco afortunado hacerle
cargar nuevamente con el peso de mil desencuentros. Supo que tendría que correr
el tiempo para que volviese a poseer la alegría y agudeza parlanchina que lo
caracterizaba. Supo que la lluvia debería lavar intensamente aquellos ojos verdes
para infundirles nuevamente un rayo de vida.
Leonid Afremov
Insisto, amigo Antonio, no me canso de leerte
ResponderEliminarInsisto, Enrique, eres el Rey de la Bloguería... Tu amistad me engrandece. Un gran abrazo, querido amigo.
EliminarSin duda, escribes excelente.
ResponderEliminarUn abrazo