Antonio Campillo Ruiz
No se debe pasar por alto la importancia que posee en “Los Chicos del Coro” (“Les Choristes”) de Christophe Barratier, 2004, el descubrimiento del arte de la música para los muchachos que soportan unas duras condiciones de disciplina y vida.
La revelación y el hallazgo de poder realizar algo bello en sus tristes existencias, salvo muy pocas excepciones, eleva el espíritu de unos adolescentes que no ven el final del oscuro túnel en el que se hallan. “Cabeza huevo” es quien con su bondad, su comprensión y su pasión toca los acordes de las almas solitarias encerradas en un cuerpo sin suerte, en un internado sin metas y en una sociedad sin valores emotivos.
La música es la escondida protagonista que sobresale como filtro mágico de los nerviosos garabatos negros sobre el pentagrama que, durante sus horas de descanso, escribe con un constante e inusitado afán el compositor, el maestro. Ella es la redentora. Ella es quien hace la luz en el oscuro futuro. Ella construye una enorme barrera que separa el desarraigo y la miseria del amor.
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