AQUELLA
TARDE DESAPACIBLE
Antonio Campillo Ruiz
Christian Schloe
El frio
atardecer presagiaba una tarde desapacible. Su serena belleza se quebraba con
los estruendosos resoplidos que el cansado motor exhalaba mientras hacía trepar
por las empinadas pendientes, en un lento caminar, al vetusto autobús repleto
de pasajeros. El camino de tierra prensada, con multitud de grava suelta que
pellizcaba los neumáticos, provocaba una ineficaz defensa de los mismos lanzando
polvo y piedras, cual torbellino enfurecido, hacia todos lados. La estructura
metálica del autobús, en la que se adivinaban tenues pinturas de publicidad en
las partes curvas del techo, se quejaba del gruñido lastimero de las partes de
madera de puertas y asientos. En el interior, dos filas sillones daban cobijo a
las personas que trataban de escapar de las pequeñas rachas de viento gélido
que penetraban por las raídas juntas de los cristales, por ventanillas mal cerradas
o encajadas sin solución. En cada uno de los sillones, de gruesos listones
separados, podían sentarse un número indeterminado de personas, dependía del
tamaño de su humanidad. Era raro encontrar entre los viajeros a una persona que
no perteneciese al pueblo colgado de aquel picacho, bello, altivo, pero inhabitable
excepto para animales con alas. Casi siempre realizaban aquel cansado e
incómodo viaje los mismos vecinos, trabajadores que pasaban el día en la
pequeña ciudad del valle que se encontraba a buena distancia del pueblo. El
chófer, conocedor de estos detalles, a veces, debía esperar un tiempo,
soportado estoicamente por todos los viajeros que se habían acomodado ya en sus
asientos, por el retraso de alguna persona conocida.
Christian Schloe
Aquella
tarde, desapacible por momentos, María se encontraba atrapada entre dos buenas
matronas, en la parte central del sillón establecido para dos ocupantes. ¡La
manía de vivir en el pueblo! Desde que aceptó compartir su vida con Pedro, no
pasaba día que no le hablase de lo bonito que era su pueblo, de lo bien que
trabajaba en sus pinturas con la paz que se respiraba en él, de lo felices que
serían con su independencia… Después, tras el cansado traslado, ella debía
continuar con su puesto de trabajo en la ciudad donde se conocieron y donde
vivía su familia mientras él pintaba cuadros que no vendía. Al tiempo, la paz era agobiante, la pintura olía
mal y el autobús de las tardes no se podía soportar. Las carantoñas se
convirtieron en miradas y las miradas en leves ojeadas de recelo. A pesar de no
estar juntos en todo el día sus encuentros no eran felices. María y Pedro
empezaron a hablar de ello, después, se enervaron, y por último, se gritaron. Llegaron
a un rincón sin salida, a una situación en la que ninguno de los dos cedía ni
un paso hacia el otro. Pedro argüía que la inspiración sólo la alcanzaba en
esta paz y silencio de su pueblo. María contraatacaba con la pesadez de su
trabajo al que había que añadir el sostenimiento de la casa y el viaje diario
de ida y vuelta en pésimas condiciones.
Christian Schloe
Aquella
tarde desapacible en su inmensidad, María observó a un chico con grueso abrigo
negro de paño que pasaba su brazo izquierdo por los hombros de una joven de
grandes ojos y tez blanca, como cobijándola del aire frío que se había
apoderado de todos los rincones de la cabina. Se encontraban sentados en
sentido inverso a la marcha, dos lugares delante de ella. La joven iba ataviada con un vestido azul bastante grueso pero parecía tiritar. Se miraban todo el
tiempo. Las débiles luces del techo ensombrecían sus caras pero se adivinaban ensimismados.
Las dos manos de la joven sujetaban y acariciaban la mano del chico que la abrazaba,
tan joven, posiblemente, como ella. Cerca de sus asientos, en el pasillo, se
encontraban dos maletas de madera y unas bolsas. De vez en cuando, se besaban
suavemente, en la cara, en las manos, en los labios. Muy suavemente, como
acariciando la piel y el calor del otro. El chico dejó de abrazarla y fue
abriendo los botones de su abrigo. La sujetó por la espalda y levantando a la
joven pasó su abrigo por su espalda y la acurrucó contra él, compartiendo el
abrigo. Ella no se negó. Su cara denotaba la satisfacción por sentirse más
cerca de él y por la delicadeza de su gesto. Se arrebujó todavía más en él y
besó suave y largamente sus labios.
Christian Schloe
Aquella
tarde desapacible ya negra en su soledad, el viento inició un susurro ululante
cada vez más intenso. María, no dejaba de mirar a los jóvenes enamorados y
recordaba. Este era su mal desde hacía mucho tiempo, recordar. No podía quitar
los ojos de la pareja de jóvenes porque sus recuerdos se fundían con la escena
que presenciaba, ya sin disimulo alguno. Se vio a ella y a Pedro cuando le
acompañaba a la ciudad con un buen fajo de cuadros para exponerlos a la venta
en una de las plazas utilizadas por artistas de todo tipo. Ella realizaba su
trabajo y, en el poco tiempo que le concedían para comer, lo hacían juntos
sentados en uno de los bancos del parque. Hablaban de cientos de cosas y miles
de proyectos. Después, a la vuelta al pueblo sucedía, en el mismo autobús, algo
similar a lo que estaba contemplando en la pareja que absorbía su atención. ¡Cómo
se querían!
Christian Schloe
Aquella
tarde desapacible y triste, ya transformada
en noche, María vislumbro que la mano que abrazaba a aquella chica amorosamente
la apretaba con intensidad y la otra mano del muchacho acarició, levemente, el pecho voluptuoso de su compañera con el cuidado de quien no quería ser descubierto. María
apreció, bajo la luz amarillenta y mustia, situada sobre la pareja, que la
chica se estremecía, se acurrucaba más sobre aquel joven que la acariciaba y protegía, cerraba levemente
los ojos y levantaba sus labios ofreciéndoselos. Mientras, la atrevida mano se
introducía con delicada sutilidad bajo las ropas de la muchacha que
empezaron a moverse acompasadamente. María pensó que hacía mucho, mucho tiempo,
que Pedro no la acariciaba ni la hacía sentir el escalofrío que se produjo en
su cuerpo a la vez que sus pezones se erectaban.
Antonio Campillo
Ruiz
Christian Schloe
Un bello relato. Felicidades. Me encanta.
ResponderEliminarA veces la vida va cambiando y los planes se desbaratan..... y llega un día que tu vida no parece tuya.
Una situación como la de la pareja del autobús te hace recordar mil instantes.
una lluvia de besos
Es un relato de gran belleza... tienes el don de introducirnos en tus historias. Te dejo un abrazo especial de anís, Antonio. Mis mejores deseos para ti y los tuyos.
ResponderEliminarLeerte es siempre un placer, maestro Campillo. La belleza se ha metido en los lápices de tu teclado y ahí sigue.
ResponderEliminarFeliz noche
Muy abandonada tenía Pedro a María...
ResponderEliminarEl relato engancha, Antonio. Apetece saber qué va a ocurrir conforme vas leyendo. Y ese final lleno de resignación, como suele ocurrir en la misma vida, lo considero muy conseguido.
Un grandísimo abrazo.
Es precioso el relato y con un final muy cotidiano...
ResponderEliminarHay que cuidar todo lo que se tiene incluso el amor.
Besos muchos
Un relato hermoso.
ResponderEliminarComo la vida misma...
Un fuerte abrazo
Es muy bonito tu relato, engancha y en pocas palabras explicas una situación real...Me ha gustado, seguiré por aquí. Un saludo.
ResponderEliminarAquellas tardes desapacibles, e la vida de Maria y Pedro...
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