UNA ROSA ROJA
Antonio Campillo Ruiz
Hoy he asistido a un sepelio. Creo que habrá sido igual que cualquiera de los que hubo ayer u otro día. Un familiar, amigo o conocido, un ser humano, ha dejado de existir y, quienes seguimos con nuestras funciones fisiológicas en estado normal, incluso un poco renqueantes, nos solemos entristecer.
El ser humano dio su enorme paso evolutivo hacia la racionalidad cuando tuvo conciencia, primero de qué era la muerte y, casi al unísono, de su propia muerte. En ese instante, la conciencia de sí mismo, de sus limitaciones y debilidades, fue un hecho común para el prehombre recién evolucionado y un gran número de nuevas sensaciones desconocidas se apoderaron de su mente. No tenía aún capacidad para explicarse ciertos acontecimientos inmateriales que sucedían en su entorno. Sólo sentía. Sentía lo que veía, olía, oía, tocaba y gustaba. Luego experimentaría y nombraría. Después concatenaría ideas y daría el salto a la abstracción.
Creo que el ser humano sigue en el mismo punto de ese hito evolutivo primigenio con respecto a sus propios sentimientos. La búsqueda de una supuesta racionalidad sobre determinados acontecimientos de la conciencia personal ha llevado a la humanidad por miles y miles de caminos sin llegar a meta alguna. La conciencia es tan perfecta que es unipersonal, intransferible, e incluso, inexplicable.
Pero la transformación de estos adjetivos en cualesquiera otros, tan infantiles como inútiles, ha suscitado otra evolución con el devenir de los tiempos: la involución. El retroceso constante de lo que por antonomasia llamamos conciencia, o sea, del pensamiento social occidental, irónicamente moderno en cada momento histórico, ha tratado de metamorfosearse sin éxito desde el primer instante evolutivo hasta hoy.
Así, en determinados países occidentales, entre los que se encuentra el nuestro, surge el boato, la fastuosidad, la ostentación, la celebración de ritos inútiles, para resaltar que tenemos lo que se denomina impropiamente conciencia. Estos sentimientos se han tratado de tallar con dolor, adaptar a creencias consoladoras, y moldear de “forma oportuna” para convivir, sin tener en cuenta que la conciencia, como ya se ha expresado, es unipersonal. Quienes han inventado el concepto “sociedad moderna” son, en mi opinión, los concienciadores universales. Han ajustado hipócritamente un programa que cambia en función de cuál debe ser en cada momento, lugar o grupo de personas, aquello que ellos determinan que debe ser la “conciencia”.
Fijemos nuestra atención en una trivialidad que acalla conciencias: las flores que se presentan al difunto. Me pregunto si hay una ostentación más suntuosa, lujosa e inútil. ¿Cómo es posible que las conciencias de algunos y la satisfacción de otros se vanaglorien con tal simpleza? Tengo que felicitar, entre otros muchos, a José de Sousa Saramago, que solicitó que nadie gastase dinero en una futilidad como esta en su sepelio y que se entregara el donativo a una organización que se ocupara de la vida y no de la muerte.
Infatigable maestro de conciencias, yo soy más vanidoso. Querría que se cortase una sola flor para mí. Una rosa roja. Porque, a pesar de arrancarla de su madre, me perfumaría al dejar la vida, a la que comparo por su fugacidad con la sutil fragancia, por su fragilidad con la delicadeza de los pétalos, por su color a la sangre, por sus espinas al dolor y por los vigorosos brotes con que se renovaría a la pasión que supuso mi trayecto.
Cuando mis átomos se transformen y se fundan con el Cosmos, me gustaría también que quienes me recuerden lo hicieran a la manera saramaguina, es decir, cubriendo las necesidades de otro ser humano para que la idea se multiplicase y las conciencias adquirieran otro rumbo. Yo seré polvo cósmico pero, si la involución llevara a la desintegración de la vida en el planeta, ojalá, parodiando yo, como hizo Quevedo a Propercio: "mecum eris et mixtis ossibus ossa teram" (serás mío y mezclaré el polvo de tus huesos con el polvo de los míos), todos fuéramos polvo solidario.
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