AZUCENAS
Antonio Campillo Ruiz
Christiane
Vleugels
Su
mirada observaba las azucenas que se mecían con la leve brisa fresca de aquella
tarde de verano. El calor sofocante casi las arrasa pero su cuidado, como le había
enseñado su madre, pudo ayudarlas a soportar el sol brillante y áspero. Las
campánulas eran tan grandes que alguna vez, su madre, siempre atenta a sus
cuidadas ropas blancas, le repetía una y otra vez que no se acercase a ellas
pues el polen amarillo mancharía su vestido de organza bordado pulcramente.
Ahora, cuando ya los vestidos no tienen la importancia ni el cuidado de aquella
lejana etapa de su vida, cuando su pensamiento se extasiaba en su soledad y en
el olvido de aquellas pequeñas anécdotas, cuando la vida había transcurrido con
más infortunio que acierto, las azucenas seguían apasionándola y atrayéndola
hacia su exquisita presentación en el lugar del jardín donde siempre se habían
criado.
Christiane
Vleugels
Recordó
cuando se arregló para salir al jardín y, sentada en su sillón de mimbre
favorito, leer aquella apasionante historia antropológica que estaba casi por
acabar. Pero se cruzaron en su mirada las plantas, esos seres maravillosos que
no pueden escapar de nada ni de nadie, que se sienten siempre unidos a la
tierra donde nacen y mueren. Como ella. Como casi todos los amigos que conocía,
a pesar de mentirse abierta y descaradamente a sí mismos. Ella no huiría nunca
pero no quería sentirse atrapada en un lugar en donde su eterna compañera, la
soledad, la atrapase con sus incomprensibles cantos de ayuda o amistad. Había
comprobado que sentirse sola no es igual que estar sola, ni siquiera de
encontrarse sola. Sentirse sola era destructivo, dañino y aniquilador, para la
mente y para la sensibilidad. Lo único que le solicitaba a las plantas, en sus
pasados desvaríos, es que hablasen, que hablasen de todo lo que quisieran, que
le contasen si querían comer más o menos, si tenían sed, algo…, lo que fuese
pero que hablasen. Estaría sin el corazón encogido constantemente, sin la
espalda medio doblada y en una esquina, soportando el programa de turno de
cualquier medio de comunicación parcial e improvisado. Su sentido de ser humano
social y justo la hacía sentirse presa de sus propios pensamientos y tratar de
caminar a favor de quienes pudiesen ser seres normales, con defectos pero
honestos y honrados con los demás. La mentira, soportada durante mucho tiempo
era un horror, una alucinación pervertida y cambiante que provocaba
innumerables momentos faltos de una meditación, de un respeto hacia quienes se
encuentra enfrente y soportan con estoicismo, una y otra vez, la cobardía y las
palabras taimadas y sucias. Se levantó del sillón y, dejando el libro en él, se
dirigió hacia el lavabo. Se echó agua a la cara varias veces y se miró al
espejo toda mojada. Pudo verse reflejada en sus propias pupilas y apreciar que
era agraciada, que no tenía por qué menospreciarse, que su cuerpo, a pesar de
haber padecido algún que otro encuentro desagradable con la vida, era todavía
bello.
Se empezó a desnudar, salió del lavabo y dirigiéndose a los dos grandes espejos de su habitación se observó y se piropeó. Sí, era ella. Era su cuerpo con las huellas propias del paso del implacable tiempo pero era ella y se observaba atractiva y delicada. Necesitaba sentirse guapa y joven para ella, para su espejo y para su vanidad. Se vistió, escogiendo un suéter de fino lino y unos pantalones vaqueros muy informales. Mientras se ajustaba la cintura apreció que se encontraba más cómoda, menos seria y más imperfectamente atractiva. Volvió al jardín y hablando con las azucenas, buscó la página marcada con una cinta muy cuidada y continuó su lectura.
Se empezó a desnudar, salió del lavabo y dirigiéndose a los dos grandes espejos de su habitación se observó y se piropeó. Sí, era ella. Era su cuerpo con las huellas propias del paso del implacable tiempo pero era ella y se observaba atractiva y delicada. Necesitaba sentirse guapa y joven para ella, para su espejo y para su vanidad. Se vistió, escogiendo un suéter de fino lino y unos pantalones vaqueros muy informales. Mientras se ajustaba la cintura apreció que se encontraba más cómoda, menos seria y más imperfectamente atractiva. Volvió al jardín y hablando con las azucenas, buscó la página marcada con una cinta muy cuidada y continuó su lectura.
Antonio Campillo Ruiz
Christiane
Vleugels
Perfecta imperfección humana. Aburrimiento.
ResponderEliminar¿Creerá alguno de esos perfectos que existan imperfectos o imperfecciones que atraigan más que su aspecto cerámico?
PRECIOSA, ANTONIO
Maravilloso Antonio me traspaso la piel, un beso.
ResponderEliminarMe llegó, maestro Campillo, me llegó: "¿Quién necesita piedad, sino aquellos que no tienen compasión de nadie?" (Camus)
ResponderEliminarUn relato tan lleno de sensibilidad, belleza y fragancia poética como las flores que forman parte del mismo. Y, como siempre, nos dejas revolotenado las mariposillas de la reflexión.
ResponderEliminarUn abrazo, querido Antonio.
Un relato sensible y precioso.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Un fuerte abrazo.
La azucena, la flor de la pureza, siempre se vinculó a la Virgen María. Pero, ¿qué mujer no es virginal y pura en su máxima esencia? La naturaleza nos hace respirar, sentirnos libre y a gusto con nosotros mismos. Para mí tiene un valor médico incuestionable. Un enfermo mejorará rodeado de flores (salvo que sea alérgico), saliendo una vez al día a respirar el aire puro y a dejar calentar sus huesos por el sol. Y lo verá todo de otra manera, más positivamente.
ResponderEliminarUn saludo
Si, querido amigo, se ajustó el suéter de lino que tan bien le sentaba. Todo en ella era sutil, femenino. Incluso al pasar por la cocina, en la forma de abrir y cerrar el arcón congelador podía apreciarse su gran clase. Antes de sentarse en el jardín deslizó una palma por las hojas alargadas del macizo de azucenas, tan suaves. Cruzó las piernas escuchando con placer el ris ras del vaquero al frotarse y tomó con la punta de los dedos la cinta que separaba las páginas del tratado de Antropología, abriéndolo en el capítulo XVIII, aquel donde se diseccionaban con minuciosidad entomológica las prácticas caníbales estudiadas por el doctor Josep Mengele. Y de repente, sin saber por qué, recordó el consejo de mamá; “Querida. Hagas lo que hagas, nunca pierdas el estilo”
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