EL JOVEN QUE QUERÍA
SER ÁRBOL
Antonio
Campillo Ruiz
Aquel
día comió un poco de arcilla. Hizo una masa poco densa y fue diluyéndola en la
boca. No era tan chirriante como la arena. La arena que había comido el día
anterior, a pesar de ser muy fina, no podía masticarla y notaba en su boca
todas sus partículas. Ninguna de las dos poseía un sabor que fuese comparable a
la comida que había deglutido hasta estos días pero contenían gran cantidad de
sales minerales, con los elementos asimilables necesarios. Posiblemente, debió
recogerla en el lugar donde el alfarero del pueblo la obtenía y hacía sus
mezclas. Todos sus trabajos eran muy apreciados y muchos niños roían con
deleite los búcaros, casi recién horneados, que no poseían adornos ni pinturas.
Sería una labor difícil porque el alfarero nunca dijo dónde se dirigía, con su
eterno saco al hombro, antes del amanecer. Hacia media mañana, volvía con el
saco lleno, como si hubiese ido hasta una tienda para comprar la arcilla, ya
preparada, que se transformaría en sus tiestos. Le preguntaría si le dejaba
acompañarle para recolectar un kilo de su arcilla.
JUL. ¿Qué traes en esta bolsilla?
CLAR. Unos pedazos de búcaro
que come mi señora; bien los
puedes
comer, que tienen ámbar.
JUL. No los gasto de Portugal.
Lope de Vega: “La Dorotea”
El
alfarero se extrañó de la insólita petición. Le preguntó para qué quería
aquella pequeña cantidad de su arcilla. El joven balbució unas palabras
ininteligibles y dejó la pregunta en el aire hasta que este se enrareció. No, no
puedes venir conmigo porque ese lugar es secreto, le dijo el alfarero. Insistió
e insistió el joven hasta que, cansado, cuando ya se marchaba, aquel hombre, de
piel requemada por el sol y la lumbre de su horno, le dijo que le traería lo
que quería si le decía para qué necesitaba la arcilla. El joven, entre
avergonzado y preocupado, mascullando las palabras, le dijo que la necesitaba
para comer. La expresión de sorpresa del alfarero denotaba incredulidad y
malestar. No, la arcilla, no se come, le dijo muy serio. “Pues, yo la necesito
para ser como un árbol, no para comerla por la piel blanca como hacen muchos”.
Desde
niño, hablando con su abuelo, le preguntaba la razón por la que los animales, e
incluso algunas plantas, necesitaban a otros seres vivos para crecer. No lo
entendía. El abuelo, hombre ladino de compleja autoformación, después de pensar
un tiempo, aclarar su garganta y fijando la mirada en un punto indeterminado
del suelo, contestó, con palabras que se negaban a salir de su boca: “Nene, así
está creado este mundo: unos tienen que morir para que otros puedan vivir.
¿Sabes lo que es un contrasentido? Pues, igual. Es como una gran rueda que
crece a pesar de destruir el lugar por el que pasa.” Desde aquel día su interés
por este dilema le llevó a leer y leer libro tras libro sobre la Naturaleza y
el especial equilibrio entre los seres vivos. Cuando, ya hubo leído muchos
libros, concluyó que la relación vida/muerte poseía enormes defectos. Matar,
para descuartizar los despojos y comerlos, le resultaba humillante para quien
muere y para quien mata.
Se
hizo miles de preguntas a las que no podía responder. Trató de comprender a los
animales herbívoros y le repugnó que destruyesen hojas y tallos sin considerar
el estado en el que dejaban a las plantas, de las que subsistían. Incluso, si
eran utilizadas para el consumo humano, eran cortadas en su totalidad y su
savia se derramaba indicando, tanto su dolor como su muerte. Sorprendente y
brutal. Cuando comprendió que, sin muchos de estos animales herbívoros, no
podía desarrollarse la vida de quien se alimenta de ellos, pudo comprobar el
gran error energético que suponía transformar la materia vegetal en animal
para, después, ser transformada, a su vez, en otra que pertenecerá a un animal
insectívoro, carnívoro puro e, incluso, omnívoro, el que requiere mayor y más
diversa materia orgánica. Un gran desorden energético y de una complejidad muy
diferente. Según la materia, pasa de una especie a otra: requiere diversos
procesos de digestión, asimilación y transformación química. Su admiración por
la Naturaleza se tambaleaba.
¿Por qué no asimilaban todos los seres vivos
sus necesidades energéticas para desarrollarse y vivir sin matar, como las
plantas, como esos majestuosos árboles alimentados solamente por ese grupo de
tres compuestos: agua, unos pocos minerales inanes y luz solar? Nunca encontró,
a pesar de sus inmensas lecturas y búsqueda en bibliotecas y laboratorios, una
transformación más sencilla y eficaz. Este era el menú que hacía de las plantas
seres enormes, potentes y longevos. Eran como laboratorios de transformación de
los “alimentos” más sencillos y abundantes en nuestro querido planeta Tierra. Pero,
lo más importante, lo verdaderamente especial de esta “dieta” era que nunca
tenían que destruir a otros congéneres para poder vivir. Se podría apuntar, el
proceso de contaminación por oxígeno de las plantas pero los animales, tal como
los conocemos, lo necesitan.
El
joven, encandilado por el sencillo proceso de la fotosíntesis y el agua con
minerales, sin tener en cuenta el complejo mundo de todas sus reacciones
químicas, pensaba que el medio para conseguir esta dependencia tan peculiar
debería adquirirse, al igual que se realizó anteriormente, de la evolución.
Así, al iniciar él un proceso diferente de asimilación de nutrientes, con el
tiempo, sus descendientes y los descendientes de ellos, hasta conformar un
largo y constante cambio, llegarían a adaptarse y, por tanto, a evolucionar en
el sentido que lo habían hecho las plantas. Incluso intuía que, al estar
nuestra estructura más íntima y minúscula basada en partículas cuya naturaleza
era la luz, las supercuerdas vibrantes que conforman la materia, asimilando luz,
la construcción del esqueleto vivo, en su fase más sencilla, podría evolucionar
muy rápidamente. Con estos pensamientos en su vertiginosa mente le alcanzó,
tomando el sol desnudo en la terraza de su casa, el primer pinchazo, fuerte,
seco, en el interior de su intestino. Era el pago que debía realizar por ser el
primer ser humano que empezaba el largo proceso evolutivo de transformación a
partir de la asimilación de la materia necesaria para vivir sin matar, para
aprovechar los recursos inanes y cuasi inacabables que existían en un planeta
pequeño, azul, bello pero con peculiaridades no deseables entre los seres vivos
que lo habitan. En menos de cien mil años la transformación se habría
realizado, pensó mientras seguía asimilando la luz solar.
“Niña del color quebrado,
o tienes amor o comes barro”
Luis de Góngora: “Letrillas”
Ay, Antonio, querido profesor, leeeerte es aprender a rezar, a sentir, a querer, a tener miedo, a tener sentido ... a vivir, a aprender a vivir y eso tan antiguo de aprender a aprender.
ResponderEliminarMe quedo con esa frase que yo he "soltado" de tu artículo: "Matar, para descuartizar los despojos y comerlos, le resultaba humillante para quien muere y para quien mata."
Un abrazo muy fuerte