SOBRE LA SOLEDAD
Antonio
Campillo Ruiz
Salté
sobre la soledad como haría caballo y caballero en una competición, sin rozar
el último palo y amortiguando suavemente la caída sobre la yerba. Así era mi
caminar, rápido, ágil y rozando suavemente el suelo. Tenía mucho interés en
volver a mirarme en mis espejos mágicos. Los largos y fríos
inviernos me proveían de ellos con frecuencia. Siempre que helaba se formaban
grandes capas de hielo en los huecos sin protección del jardín que rodeaba la
casa. Estos días eran mis favoritos. Me levantaba de la cálida protección de la
cama, me ponía sobre el pijama mi abrigo de lana y, con mucho cuidado, bajaba
los cinco escalones que separaban la puerta principal del suelo del jardín.
Buscaba mis espejos y, de rodillas junto a ellos, me reflejaba en la pulida
superficie de agua congelada. Me enseñaban muchos secretos. Con el suelo de
grava fina como fondo, mi imagen siempre era diferente y cuando me gustaba,
rompía las placas y tenía muchos espejos donde se mezclaban imágenes de mi
rostro. Se formaba un suelo que era mi retrato sobre la gravilla. Si alguna vez
me encontraban antes de terminar de multiplicarme y soñar, me regañaban por
salir a la fría mañana y, a veces, mojarme las piernas desnudas. De repente, un
día de primavera, estando meciéndome en el columpio que colgaba de una de las
ramas del gran castaño, me dijeron que debía ir a las tierras altas para
acompañar a tía Mercedes que vivía sola. No me importaba sino por no saber si
podría encontrar a mis espejos mágicos y un columpio en la otra casa. Decidieron vestirme con un uniforme blanco e
incluso con guantes, sin tan siquiera haber alcanzado la adolescencia. Era la
costumbre, era el mandato de la familia e inmediatamente partí. Allí les dejé
hablando sobre la soledad, tema recurrente que apretaba el lazo corredizo, ya
demasiado tenso, que nos ataba sin unirnos. Me trasladaron a un caserón grande,
de piedra antigua, rodeado de un gran parque en el que aquí y allá, sin orden
preestablecido, crecía un árbol y todo el suelo parecía una inmensa alfombra de
color verde. El paso del tiempo se podía contar hasta con los dedos, tan lento
era su caminar.
A veces, quedaba eclipsada mirando por los cristales de las ventanas aprendiendo casi todo sobre la soledad. Se me impuso un régimen de vida matemático, resultado de operaciones exactas, rígido y cíclico. No me importaba demasiado porque no tenía donde ir en aquella ondulante pradera. La monotonía y la falta de mis amigos, los sueños, favoreció encontrarme con libros, escritos y panfletos sobre la soledad y, cada vez con más intensidad, sentía la pereza de la laxitud y la humillación de mi espíritu. Cuando un triste día de otoño, nublado y con un viento que silbaba entre los postigos de los ventanales, la señora dueña del destino se presentó en casa para hablar con la tía Mercedes, aprendí todo lo que se debe saber sobre la soledad. Un mes después, cuando ya todos los papeles del albacea y notario estuvieron en orden me encontré con la sorpresa de poder volver a mi antigua casa, aquella en la que empecé a soñar y a imaginar. La impaciencia por volver a encontrar a mis amigos los espejos y sueños, me impulsó a preparar el viaje inmediatamente. Hacía nueve años que había partido de allí y. ahora, era una joven que no necesitaba vestir tan rígidamente como cuando marché. Al llegar, dejé caer el bolso que llevaba en la mano. El viejo jardinero había marchado hacía años y su hija, devota de extraña doctrina, consideraba a los árboles como herejes y a las flores como seres vanidosos. La gravilla se encontraba tapizada de las hojas de los árboles que parecían haber caído allí en otoños lejanos, muy lejanos. El columpio se sostenía sobre una sola cuerda de aquel brazo del castaño que había crecido hasta no poder alcanzar su mullido asiento. Me senté en uno de los peldaños que daban acceso a la casa y presentí que sobre aquella tupida alfombra ya nunca se podrían formar los espejos mágicos, ya nunca volverían los sueños que fluían atropelladamente en mi mente al mirarme multiplicada. Probablemente, ya nunca volvería a helar en invierno.
A veces, quedaba eclipsada mirando por los cristales de las ventanas aprendiendo casi todo sobre la soledad. Se me impuso un régimen de vida matemático, resultado de operaciones exactas, rígido y cíclico. No me importaba demasiado porque no tenía donde ir en aquella ondulante pradera. La monotonía y la falta de mis amigos, los sueños, favoreció encontrarme con libros, escritos y panfletos sobre la soledad y, cada vez con más intensidad, sentía la pereza de la laxitud y la humillación de mi espíritu. Cuando un triste día de otoño, nublado y con un viento que silbaba entre los postigos de los ventanales, la señora dueña del destino se presentó en casa para hablar con la tía Mercedes, aprendí todo lo que se debe saber sobre la soledad. Un mes después, cuando ya todos los papeles del albacea y notario estuvieron en orden me encontré con la sorpresa de poder volver a mi antigua casa, aquella en la que empecé a soñar y a imaginar. La impaciencia por volver a encontrar a mis amigos los espejos y sueños, me impulsó a preparar el viaje inmediatamente. Hacía nueve años que había partido de allí y. ahora, era una joven que no necesitaba vestir tan rígidamente como cuando marché. Al llegar, dejé caer el bolso que llevaba en la mano. El viejo jardinero había marchado hacía años y su hija, devota de extraña doctrina, consideraba a los árboles como herejes y a las flores como seres vanidosos. La gravilla se encontraba tapizada de las hojas de los árboles que parecían haber caído allí en otoños lejanos, muy lejanos. El columpio se sostenía sobre una sola cuerda de aquel brazo del castaño que había crecido hasta no poder alcanzar su mullido asiento. Me senté en uno de los peldaños que daban acceso a la casa y presentí que sobre aquella tupida alfombra ya nunca se podrían formar los espejos mágicos, ya nunca volverían los sueños que fluían atropelladamente en mi mente al mirarme multiplicada. Probablemente, ya nunca volvería a helar en invierno.
Antonio Campillo Ruiz
Robert
Doesburt
Antonio, dá gusto leerte, si no has escrito un libro a estas alturas, no esperes mas, y si lo has escrito espero nos lo hagas saber para comprarlo. Esta narración me ha recordado las cuatro lineas que escribí en la cima de una montaña en la libreta que suele haber refugiada entre cuatro piedras
ResponderEliminarVolveré a caminar sólo
solo con mi soledad
y te buscaré en el tiempo
y el amor renacerá
Un abrazo tocayo
Me gusta la soledad y los relatos de la soledad, con sus múltiples visiones y reflejos como los de tu protagonista. Aunque a veces las tristezas calan más hondo cuando son el soledad.
ResponderEliminarBesos de anís.
p.d. Ven a tomarte un tequilita por acá que estoy de fiesta.
Bellísima metáfora sobre la soledad, querido Antonio.
ResponderEliminarYa sabes de mi complicidad con ella, musa de muchos de mis poemas y relatos. Así que tu relato me ha llegado de una manera muy especial, acompañado por el placer de leer tu pluma ágil y siempre llena de sensibilidad y buen hacer. Sin duda, uno de tus mejores cuentos.
Al abrazo lo acompaño con un beso para que no se sienta solo.
Aunque no sea el caso narrado en tu bella historia, la soledad puede ser tambien una opción, una elección personal; lo que hay que saber es disfrutar de esos ratos de soledad que permite nos descubramos a nosostros mismos y darnos cuenta de quiénes somos y qué queremos. En esa espera tambien corremos el peligro de que crezca la rama del castaño y ya no alcancemos el columpio que nos fascinaba. Todo en su tiempo.
ResponderEliminarla señora dueña del destino hizo que yo te encontrara, amigo Campillo.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte y, ah, a veces buscamos el sentido de la vida en necesidades de valor equivocado y el caso es que aún y sabiéndolo tendemos a seguirnos equivocando y no damos con él.
Tanta poesía hace poesía de la soledad. Me he sentido muy acompañada leyendo este texto.
ResponderEliminarUn abrazo desde una veraniega Holanda. Pilar
¡¡Qué hermoso escrito sobre la soledad!!. Un enorme placer leerlo.
ResponderEliminarTienes una gran sensibilidad.
Enhorabuena, querido Antonio y un abrazo grande.
La soledad se conjuga con el paso del tiempo para hacernos ver que las apreciaciones queridas del pasado, esas que sólo tú soñastes, a veces se pierden con la vorágine de las horas para permanecer sólo en tu mente, como las praderas verdes de la protagonista del relato.
ResponderEliminarUn saludo
Uno vuelve a los lugares pero ni ellos son lo que fueron ni nosotros tampoco. Entonces surge una especie de tristeza y frustración. Y si encima se suma la soledad, el dolor está asegurado.
ResponderEliminarSoberbio escrito, querido amigo.
Un largo abrazo.
Querido Antonio: Por mi parte amo la soledad, me gusta y la disfruto. En cuanto a tu excelente relato que como siempre quedo sin palabras por tu brillantez. Es cierto que cuando volvemos a ciertos lugares después de un tiempo ya nada es igual, nosotros cambiamos y la mirada ya no es la misma. Bellísimo, felicitaciones. Un abrazo grande.
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