DELIA
Antonio Campillo Ruiz
A Delia
Hans Jochen Bakker
Delia
despertó en mitad de la noche agitada, empapada en su sudor. Sintió la pesadilla
que quebró su descanso con la intensidad de la realidad vivida. Al levantarse
de aquella cama extraña, advirtió que le dolía el cuerpo. Siempre extrañaba las
camas ajenas. Con paso lento se dirigió a la estancia donde podía beber un vaso
de agua. Sentada ante él, recordó el transcurrir de las últimas horas. Unas
horas tan intensas como soñadas pero tan inesperadas como vanas. Era su
obsesión desde hacía un tiempo que, simulaba ser inmenso, mas se concentraba en
un corto período de soledad. Por las mal cuidadas contraventanas ululaba un
viento que transportaba aquella arena fina que martilleaba sin cesar la madera.
Otro sorbo de agua. Su mente, conectada con una realidad ajena a ella no cesaba
de exigir respuestas a preguntas que jamás se hizo. Nunca quiso hacerlas porque sus respuestas se convertían en nuevas preguntas que, incesantes,
agitaban unos sentimientos contradictorios desde el mismo día de su llegada.
Hans Jochen Bakker
Delia
miraba ensimismada el vuelo incesante y monótono de un grupo de moscas que
pareciese que flotaban ingrávidas en el centro de la habitación que poseía
multifunciones en la casa. Esperaba. Su misión era esperar y recoger unas cuantas
migajas de felicidad. ¡Ah, si no hubiese sucedido aquel desafortunado encuentro
con su eterna enemiga! No, no tendría que esperar ni rebuscar en sí misma una pasión no por querida menos nimia, ni, en ocasiones, insatisfactoria. Un entorno hostil le conducía
por caminos imprevisibles, admitidos y, a veces, se preguntaba si eran también
queridos. Estaba segura de que eran necesarios y eso le bastaba para
admitirlos. Sin embargo, estaba cansada. Lo cotidiano era su carcelero a la vez
que su único y necesario amigo. Dejarlo
suponía para ella una pequeña traición que aumentaba su sensación de desamparo.
Hans Jochen Bakker
Delia
se sobresaltó al escuchar el sonido de su teléfono. Menos mal, pensó, alguien
quiere escucharme. El sonido de una voz alegre le recordó que todavía
pertenecía a un mundo al que debía volver con la mente y el espíritu sanos y
salvos. Su pensamiento voló y transmutó las preguntas por respuestas. Sí, era
posible, todo se podía compartir y disfrutar, todo fue siempre posible y ahora,
cuando empezaba a necesitarlo más, debía seguir siéndolo. Dudaba de su propia
meta, impuesta por ella misma hacía tanto tiempo que ni recordaba cuál fue el motivo
que le impulsó a ello. Lo cierto era que sus viajes y su vida se habían convertido
en una tensa espera remendada con los frágiles hilos de la esperanza y la ilusión.
Los mínimos instantes de deseos cumplidos y placeres furtivos disfrutados,
rompían sin cesar el acueducto que mantenía regados y fertilizados los campos
de sus sueños. Después, durante sus largos días de soledad, cosería con lentitud los
desperfectos de su propia felicidad.
Antonio Campillo Ruiz
Hans Jochen Bakker
Cuando un autor encripta tan bien un argumento, está claro, no quiere abrir la tapa y compartirlo. Prefiere que el destinatario busque pistas y lo desarrolle.
ResponderEliminarEsa ha sido mi opción. Seguir el juego hasta montar mi propia historia porque yo también, como el autor, imagino.
Un afectuoso saludo, Antonio.
Ana María, es un placer aprender de tu perspicacia. Compartir lo expresado se ha compartido. La cuestión es que su encriptamiento debe ser, como ha sido tu opción, desentrañado por el lector. ¿Causa? Probablemente una invitación a componer una historia que es atemporal e infeliz. ¿Infeliz? Creo que sí, aunque para quien la percibe o la vive, pueda parecer tan importante como esa vida que trata de arañar.
EliminarComo siempre, un placer y un lujo leerte.
Un gran abrazo, querida Anamaría.