LA
LARGA BÚSQUEDA VIII
Antonio Campillo Ruiz
Hace
tan solo unos minutos, el autillo, encaramado a su atalaya de descanso, la rama
de uno de los altos árboles de la plaza, reclamaba su territorio… ¡Cuuu..cu! ¡Cuuu..cu!
¡Cuuu..cu…! La noche es espléndida. Desiertas y silenciosas, las calles
peatonales invitan a pasear y pasear, sin rumbo. Unas chicas jóvenes, rubia de
larga melena una y castaña con algo de cartucheras la otra, cogidas del brazo, han sobrepasado al paseante con un firme caminar y hablando de sus cosas. Con
sorpresa, y agrado observa, unos metros delante, cómo detenían su caminar y se
besaban. Suave, sin demostrar nada, como necesitándolo para, a continuación,
proseguir su marcha. El paseante se asombra al percatarse de los rasgos en los
que se ha fijado: el pelo y, en una de ella, además, sus anchas caderas
desafortunadamente grandes por exceso de grasa. ¡Qué cosas! Nunca se habría
imaginado que pudiese recapitular en los rasgos fisiológicos que provocan su
atención, que no interés, dejando a un lado, inane, superflua, la manifestación
de amor que, desenfada, se había exteriorizado en su presencia.
Había cenado solo. Pensaba que después de más de doce horas sin comer
era momento de cenar tranquilamente y saborear los alimentos. Así ha sido. Un
picoteo que ha resultado sabroso por su variedad, le ha hecho pensar que, no por
la hora pero sí por la fecha y día de la semana, los habitantes de esta pequeña
ciudad, calma entre las calmas, encerrada en sí misma y con cuatro, ¡qué decir
cuatro,… tres! Tres cosa que apreciar en un entorno ya conocido, queda desierta
a las nueve de la noche. Es la hora de las cenas familiares en días no
señalados para gastar y tratar de festejar aquello que llaman divertirse. Eso
queda para viernes y sábados. Por ello, cuando, después de pasear, encontrar y
charlar un buen rato con el encargado de los trabajadores que retiran, hasta el
año próximo, los toldos que han resguardado del sol las calles más populares de
entre las peatonales, se desvía hasta el lugar donde, habitualmente, bebe un
sabroso manjar: un buen vaso de horchata de almendra. Apenas eran las once de
la noche y ya casi habían recogido. La chica joven, que es más amiga que
camarera, le dice que, a pesar del calor
que todavía se percibe, la fecha es como un resorte al que se adhieren todos
los clientes: estamos en otoño, ¿cómo vamos a tomar helados? Esta es la razón
por la que a final de mes cierran durante un largo período de cuatro meses el
local. Una lástima porque sus helados son deliciosos en cualquier época del
año.
Y
así, entre charla de las peculiaridades y repercusión que han tenido los toldos
entre los vecinos y la necesidad de vacaciones de los trabajadores que han
soportado toda la etapa de verano sin ellas, en la heladería, el tiempo se ha
ido deslizando y las calles han quedado más solas todavía. Coexistían dos soledades
compartidas. Una pensada, sentida y la otra observadora de lo que sucedía con
los casi inexistentes viandantes que pisaban sin ruido, sin sentir, aquellas
calles que habían soportado un largo día de ajetreo.
Una
exposición en medio de una de ellas se encontraba todavía iluminada. Atrae la atención
del paseante. Hombres y mujeres que vendimian en la Rioja Alta. Nombres, que
sólo indican que pertenecen a personas desconocidas, llenan los paneles con las
características propias de todos y su relación con el trabajo, duro, curtidor
de pieles poco delicadas, inapelable con el dolor, con el cansancio y que nos muestran
pequeños resquicios de un trabajo que llega a manos de quienes no saben lo
costoso que es poder cosechar una copa de vino.
Más
adelante, entre las sombras que proyectan los árboles de las múltiples luces
que lanzan hacia el suelo su energía desaprovechada, otra pareja, esta vez
heterosexual, se besa como escondiendo una pasión desenfrenada que,
posiblemente, no puede mostrarse en otro lugar. La noche lo protege todo y lo
comprende todo.
Y
llega a casa. Alcanza lo que se viene en llamar “el merecido descanso”. No sabe
muy bien a qué mérito se refiere el poder cenar, algo a lo que tienen derecho todos los humanos pero que muchos no
alcanzan, el poder pasear contemplando y percibiendo cómo pasa a tu alrededor
la vida, que no te pertenece, observada con minuciosidad y casi con manía
escudriñadora, el poder tener un lugar de descanso que tampoco poseen muchas
personas, incluso conciudadanos y el poder relatar su opinión de una noche
serena, deliciosamente atemperada, silenciosa. Una de las muchas noches que
existen en miles de lugares y que se viven con la ilusión de poder describirla,
de poder sentirla, de poder compartirla con quienes la intuyen y comprenden a través de sus
particulares experiencias emocionales. Es de suponer que se refiere al mérito
de poder percibir, sentir, vivir…
Es importante visionar el vídeo a plena pantalla.
EL PASEO NOCTURNO
from Antonio Campillo
Ruiz on Vimeo.
Ay, Antonio, cada día te quiero más. Tu arte te desborda.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte.
Oooohhhhh... que bello paseo mi querido amigo, siento tus pasos silenciosos por esas calles vacías, con la delicia de tu atenta y entrañable mirada. escucho la respiración tranquila de tu pecho a punto de cruzar la otra esquina, observo con pasión el brillo que queda tras tu presencia, pues las calles desnudas se quedan bailando solas al arrullo de las sombras que se resisten a huir, al arrullo de nuestro aroma... ¿Ves? yo ya estoy aquí, yo ya estuve allí, y de nuevo vuelvo a tu lado en este paseo nocturno que tengo la sensación de haber recorrido ya, incluso de tu mano...
ResponderEliminarMe ha encantado esta entrada, es realmente hermosa. Un abrazo inmenso mi queridísimo Antonio.
Solos los dos, sin una palabra, va el cámara en completa comunión con el espectador transmitiendo pensamientos y sensaciones. Magistral.
ResponderEliminarGracias por ser tan generoso y prestarnos tus ojos y tu emoción para disfrutar de tan precioso paseo. No es nada fácil ver las
ResponderEliminarcalles tan desnudas y solitarias. Impresionan un poco.