RIMA LXXIII
Antonio Campillo Ruiz
Cerraron sus ojos
que aún tenía
abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella
sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor
primero,
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los
muertos!
*
De la casa, en
hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los
muertos!
*
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un
extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre
dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había
puesto:
perdido en las
sombras
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los
muertos!
*
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus
huesos...!
* * *
¿Vuelve el polvo al
polvo?
¿Vuela el alma al
cielo?
¿Todo es sin
espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no
puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza
hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los
muertos.
Gustavo Adolfo Bécquer
Tristemente hermoso... hermosamente triste...La vida es triste y, a veces, mucho más triste que la muerte... Un fuerte abrazo Antonio !!!
ResponderEliminar¡Qué solos se quedan los muertos!
ResponderEliminarQuizás los muertos somos nosotros
y los que se van tililantes con las estrella
nos esperan alegres...
Un abrazo, fuerte, fuerte fuerte.
Que poema tan tierno y entrañable. Sin duda es casi imposible sentir esa pizca de soledad de aquellos que se van, porque en realidad, nosotros nos quedamos un poco solos.
ResponderEliminarEllos, los muertos, se quedan en todas partes, se quedan entre nosotros y con nosotros porque ya nos pertenece su sonrisa, esa que se ha instalado en el brillo de nuestros ojos cuando lloramos o cuando reímos.
Solos se quedan nuestros brazos, por eso tenemos que buscar quien los llene con la misma ternura que somos capaces de dar, porque ya lo aprendimos de quien nos lo dio todo.
Te abrazo, mi querido amigo, tan fuerte y con tanto amor que no hay espacio para la soledad... y los muertos, estén donde estén, sonríen. Te quiero mucho.
Muy solos se quedan, sí, como muy solos nos dejan a nosotros, huérfanos de su presencia y de su luz. Aunque los llevamos dentro y están con nosotros de modo continuo, por lo que es una soledad física, que no espiritual.
ResponderEliminarImpresionante la poesía de Bécquer.
Te abrazo muy fuerte, querido Antonio.
Es un poema triste y emocionante.
ResponderEliminarSiempre me ha conmovido. Y Bécquer es uno de mis poetas preferidos.
Un abrazó grande.
Bellamente lastimoso.
ResponderEliminarEntiendo por que lo compartes.
Besos muchos
Bellamente lastimoso.
ResponderEliminarEntiendo por que lo compartes.
Besos muchos
Me has emocionado, amigo Antonio.
ResponderEliminarMe alegra ver que escribes en tu blog, aunque sea de vez en cuando, pero esas gotas nos sirven a quienes siempre te hemos seguido
Un abrazo muy fuerte, amigo.
Hola, Antonio.
ResponderEliminarNo salió mi anterior comentario. Te decía que hace unos días falleció mi mamá, cuando la llevámos al cementerio recordé lo de ¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!... Aunque después supe que no es tal cosa. Que están presentes, que no hay ausencia, que todo lo vivido con ellos sigue aquí. Por siempre. Un abrazo