martes, 4 de mayo de 2010

LA MUJER ADÚLTERA - II


AMOR Y PASIÓN ADULTOS

Antonio Campillo Ruiz


   Es frecuente cometer errores cuando valoramos, juzgamos o no comprendemos, determinadas reacciones de la mujer. Como dije en el comentario anterior, para el hombre no existe error posible ya que no comete ninguna acción censurable. Por el contrario, en bastantes ocasiones, los errores los cometen quienes no logran comprender la naturaleza humana.


   En un instante, un solo instante, puede suceder lo que aparentemente nunca sucedería. La madurez conlleva, a veces, el  descubrimiento de sentimientos latentes, guardados íntimamente, insospechados incluso para quien los experimenta y de una fortaleza inusitada. “Los puentes de Madison”, de Clint Eastwood, 1995, expresa con una envidiable calidad fílmica esta difícil situación. 


   Y esto es lo que le sucede a Francesca (Meryl Streep). Su tranquilo, ecológico y pacífico mundo sufre una alteración que ni sabía que existiera. Tan abrumadora perturbación no la  había sentido jamás a lo largo de su vida. Vida que, a pesar de ser ya larga, no tuvo oportunidad de agitarse tanto como en ese mágico instante en el que sintió esa conmoción tan alarmante.


   Robert (Clint Eastwood), que ni por asomo  se había percatado de ese infinito mundo de  sentimientos, es ajeno a ellos por diversos motivos: su madurez, su trabajo y sus vivencias personales. Es tan fuerte la explosión interna de Francesca, que Robert, sin saberlo, sin proponérselo ni buscarlo, la descubre con un sobresalto que le provoca una inquietud difícil de asimilar.


    No sabe cómo la va a guardar, cómo va a sortear ese fragor tumultuoso que le va envolviendo y se va apoderando de él. Torpemente, sin la delicadeza que poseía en años pretéritos, sólo sabe balbucir, dudar y, por fin, expresar que para él también ha llegado el momento intranquilo de la paz y el amor.


   Sabedor de la situación familiar de Francesca, Robert es incapaz de exteriorizar con la sutileza que quisiera sus sentimientos. Además, contribuiría a que ella cayera en el adulterio y realizara una acción rechazable por culpa de la irresistible pasión que siente y no se atreve a proponerle que cometan las locuras que, en la tranquila e inalterable sociedad que la rodea, sólo son propias de jóvenes. Una sociedad que culpa y excluye a quienes se han dejado llevar por el amor y la pasión; en definitiva, una sociedad que impone unas normas represoras.


   Ese es el problema, la transgresión social que se agrava por la edad madura. Y piensa Francesca ¿por qué habría de serlo?, ¿qué ocurriría si fuesen jóvenes?, ¿por qué no convertirse en quienes fueron? ¡Hace tanto tiempo que fue joven que ni recuerda cómo son los jóvenes de no ser por sus hijos! Toma una decisión: compra ropa de cuando se sentía joven. Quiere manifestarse renovada y floreciente. ¡Ha pasado tanto tiempo!


   El estallido de emociones se materializa estrepitosamente, con pasión, algo que no había sentido nunca. Su delicado sentimiento de amor se ha convertido en un mar de voluptuosidad, tormentoso pero controlable y no obstante esa sujeción posee en su interior un infinito número de vibraciones violentas y peligrosas que lo agitan convulsivamente. 


   Robert, patético bajo una lluvia que será regeneradora, la espera con desesperación e intuye casi sin verla que, a pesar de esa multitud de sentimientos encongtrados que la agitan, nunca volverá a expresar lo que ha sentido con tanta pasión en un instante. Nunca abandonará a su  familia porque aquellos que la rodean no comprenderían los motivos de la apasionada agitación ni la intranquilidad perturbadora que ella ha experimentado. Siempre vivirá con el desasosiego que la hizo renacer en un momento de su vida adulta.








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