EL APRENDIZ AVENTAJADO
Antonio Campillo Ruiz
Seguía con pasión, casi con violencia, aquella pista que, a pesar de los elementos que la distorsionaban de vez en cuando, era única, especial, irrepetible. Nunca había rastreado con tanto frenesí una pista. Sentía un deseo irrefrenable y una vehemencia que se transformaba en delirio.
¿De dónde procedía?, ¿cómo podía sentir tal arrebato? Hacía tanto tiempo que buscaba y buscaba sin resultado esta sensación, que ahora, sintiéndola, le asustaba. Era una carrera contra el tiempo y nunca debía salir de la dirección que le arrastraba sin descanso. Así se lo había enseñado Jean-Baptiste. De él aprendió a no perder un rastro tan sublime.
Recordaba cómo su vida cambió cuando vio por primera vez a Antíope. Estuvo horas con ella. La miraba y miraba, e imaginó cómo había vivido, cómo había amado, cómo había conquistado a sus amantes. ¿Por qué Jean-Baptiste no la había impregnado de su secreto? Mientras la contemplaba, miles y miles de pistas pasaban frente a él, entorpeciendo el mágico momento de su encuentro con ella. Luego, uno de los vigilantes se acercaba y decía con voz cavernosa “Es la hora” y todo acababa.
Pero aquella mañana en su loca carrera, sudando y tropezando con cualquier obstáculo, había encontrado su sueño. Estaba seguro de poder alcanzar la felicidad al llenar sus fosas nasales con el aroma indescriptible de Antíope.
Cuando lo consiguiera, llevaría a Jean-Baptiste Marie Pierre el secreto con el que conquistó a Júpiter y Jean-Baptiste Grenouille, su maestro, estaría orgulloso de él.
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