LA OFENSA
Antonio
Campillo Ruiz
Matt Ragen
Una humareda salió
por todos los agujeros de su cara. Parecía imposible que aquella pintura
cetrina sobre los huesos de un cuerpo esmirriado pudiese absorber tanto humo de
una vez. El cigarro que fumaba poseía la pestilencia del tabaco sobrante de la
pequeña industria de liar que se encontraba frente a su casa, tres manzanas más
arriba de la última cuesta del pueblo. Si no hubiese estado apoyado en la pared,
cualquier viandante podría pensar que se rompería de un momento a otro. Su
sombrero, calado hasta las cejas, tenía el color indefinido de la insolación y
las líneas de color blanquecino producidas por el sudor. La barba, larga,
blanca, descuidada y su piel requemada
sostenían unos ojos hundidos pero inquietos, vigilantes, prevenidos. La pared,
de color azul, manchaba su camisa blanca pero prefería esperar allí, de pie,
que no en el interior de la cantina, en cuya pared se apoyaba, que olía a ron y
humos de la cocina. Su decisión era firma y no le importaba otra cosa que la
llegada de aquel pendejo que se creía un señorito que podía reírse de todos
siendo sólo un capataz.
Hacía ya una semana
que su hija le dijo que la maltrató. No pudo conseguir que le explicase qué
había sucedido pero sabía que nada bueno. Esperaba al chulito desde entonces. Después
que su mujer les dejara para siempre, el hambre, habían podido malvivir del
trapicheo y los trabajos más duros. Con la misma hambre, eso sí. A diferencia
de él, que sólo sabía fumar, escupir y envejecer, su hija cada día era más
linda y ya estaba llegando a ser toda una mujer. La señora Sara, que tenía un
caserón enorme y unas tierras ricas, la llevaba a su casa para trabajar y podía
comer todos los días. Él fumaba y esperaba, siempre esperaba sin saber qué.
Ahora sí sabía a quien esperaba. Aquel chulo, hijo de mala madre, le iba a
pagar lo que le hizo a su hija. Otra vaharada de humo salió a presión por los
agujeros de su nariz. El cigarro estaba en su fase final y le gustaba más: esa parte había recogido todo el jugo de las hojas quemadas al principio.
El sol se
encontraba en lo más alto de su recorrido. El cigarro se había consumido. Tres
escupitajos formaban una fortaleza a su alrededor. Por el extremo de la recta
calle se acercaban a la cantina cinco hombres. Parecían tener prisa porque levantaban el polvo del
suelo con su violento paso. Aguzó la mirada y sus ojos se transformaron en
vivaces escrutadores de las caras que se acercaban. ¡Allí estaba aquel
mamarracho! Introdujo la mano en uno de los bolsillos de sus viejos y
desgastados pantalones. Con celeridad sacó un revólver tan escuálido y viejo
como él. Lo había preparado y engrasado cuando amaneció y lo cargó con
lentitud, bala a bala, notando el frío de la muerte en cada una de ellas.
Cuando los cinco hombres se encontraban a unos pocos metros levantó el arma y
todos se detuvieron en seco. Anduvo dos pasos hacia su enemigo, apuntó a la
cara de aquel que era su maldición y sin mediar palabra disparó. Un cañonazo
resonó con ensordecedor estruendo en toda la calle. Los cinco hombres huyeron
despavoridos. El sonido no se repitió. Volvieron sobre sus pasos y
encontraron al agresor destrozado de cintura hacia arriba. Sus huesos era lo
único que veían, sus huesos y sus negros pulmones. El viejo revólver había
explotado en su mano y toda su potencia de fuego la transmitió a su cuerpo. Una
voz imperativa ordenó: “¡Llévense esa basura de aquí!”
Antonio Campillo Ruiz
Tremendo y profundo, amigo Antonio. Un abrazo-e.
ResponderEliminarMi querido Enrique, los débiles siempre provocan los sentimientos más terribles porque al pisotearles, quienes lo hacen, lo realizan con saña y el rechazo a este tratamiento, tenga o no éxito, saben que jamás obtendrá justicia.
EliminarUn fuerte abrazo, querido amigo Enrique.
Te confieso, querido Antonio, que me ha sorprendido muy gratamente tu relato-western y, desde luego, hubiera hecho las delicias de mi abuelo, "el tío Pintao".
ResponderEliminarMuy bueno.
Un abrazo y feliz fin de semana.
El Tío Pintao habría leído entre líneas lo que se relata en esta pequeña crónica. La habría descubierto antes que yo mismo al releerla:
Eliminar1 - Los débiles se encuentran inmersos en el hambre de comida y justicia.
2 - Los abusos hacia ellos los cometen personas que han sido sus iguales pero el poder los ha elevado una pizca, sólo un a pizca.
3 - Siempre se encuentran inmersos en la soledad y muerte temprana de seres queridos.
4 - Esperan estoicamente el avance implacable de su propia muerte como remedio ineludible.
5 - Su única consideración la alcanzan con el servilismo.
6 - Sus enfermedades son crónicas y se deben a su pequeños vicios nocivos.
7 - Poseen utensilios, guardados con pasión pero tan inservibles como ellos mismos.
8 - Jamás vencen a la injusticia.
Esto es lo que sucede con este joven anciano que, a las puertas de su muerte, trata de conseguir justicia antes que venganza. Y cree, María José, que estas supuestas conclusiones las acabo de hacer sin haberlas previsto previamente cuando lo escribía. Creo que el Tío Pintao se merece, aunque sea sin su presencia explícita, una plática en la puerta de la casa, al fresco y fumando un cigarro liado. La cuestión es que creo que me consideraría demasiado joven para pensar cosas que sólo él podía haber vivido. Bueno, seríamos amigos...
Un fuerte abrazo, querida María José.
Vaya! Toda una pintura social hecha con la pluma! Muy bueno, Antonio, desnudaste al personaje y lo expusiste con todas su miserias ( y algunas virtudes) a nuestros ojos. Felicitaciones. Y abrazo.
ResponderEliminarEsta es la cuestión, Patzy. Lo que aparentemente son miserias, en los débiles, sólo pueden ser gritos de socorro hacia una vida normal, de mucho trabajo, algo de libertad y un poco de felicidad. No tienen mala sangre. La mala sangre la poseen quienes siendo débiles han sido aupados a una pequeña ventana por la que se vislumbra al señor que les ordena y ellos cumplen con miserable servidumbre los hechos más bochornoso e injustos que se puedan realizar.
EliminarUn fuerte abrazo, querida Patzy.
Querido Antonio, un gran y enternecedor relato. Sorprendente desenlace que, incluso, me ha emocionado.
ResponderEliminarTe felicito.
Un fuerte abrazo y muy feliz fin de semana.
Querida Amalia, conforme escribía sospechaba que algo iba a suceder y que jamás se podría llegar a un desenlace beneficioso `para quien solicita justicia en un lugar en el que parce que no existe. Así fue. Tuvo que morir para poder vivir en paz y libertad.
EliminarUn fuerte abrazo, querida Amalia.
Es que eso de tomarse la justicia por su mano...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Besoss
¿Tú crees, Inma? En acontecimientos no lejanos en el tiempo podemos asistir no solo a injusticias flagrantes sino a la anulación de de decisiones justas en su día y amañadas para no ser cumplidas. Jamás la justicia se debe tomar en momentos de excitación, sin serenidad y subjetivamente. Siempre debe ser objetiva y acorde con las circunstancias que la requieren... Pero, ¿quien decide decisiones justas con los débiles? Pensaremos en un tema para dialogar con la Sra. Verdad y la Sra. Justicia.
EliminarUn fuerte abrazo, querida Inma.
¡Qué final más imprevisto! Nadie presagiaba que el viejo defensor de su hija, huesudo y requemado por dentro y por fuera, acabaría tirado por los suelos víctima de su propia venganza. Realmente le hemos visto y ahora tengo la impresión de que le he llegado a conocer en algún moemento de mi existencia, tan bien nos lo has descrito.
ResponderEliminarUn saludo
Así es Carmen, nadie puede presagiar que un viejo defensor de su hija, único ser que le ama y al que él adora, huesudo y requemado acabe destrozado y tirado por los suelos víctima... DE LA INJUSTICIA. Quien ha provocado esa injusticia ordena con desdén que se lleven esa porquería del lugar por el que deben pisar sus serviles botas de manipulado elemento del poder. ¿Seguro, seguro que se trata de una venganza? ¿La justicia se aplica de igual forma a poderosos y débiles? Es un tema pendiente de esta sociedad occidental, moderna e hipócrita.
EliminarUn fuerte abrazo, querida Carmen.
Esto es ya literatura de primera.
ResponderEliminarMaldita vida que no reparte como debiera las hostias!
Un fuerte abrazo, querido Antonio.
Exacto, Ohma. ¿Por qué será que lo entendemos los dos exactamente igual? Ha tratado, leyendo, a posteriori el texto, de explicar al Tío Pintao, abuelo de María José lo que deduciría de mi propia crónica sin haber sido consciente de escribirla con esas partes. Coincide con lo que dices, Ohma, y con lo que siempre, sí, SIEMPRE, ha sucedido a lo largo de la Historia. Las leyes siempre han sido dictadas por los poderosos.
EliminarUn fuerte abrazo, querida Ohma.
Hay gente que nace sin estrella y su furo esta escrito en tinta muy negra desde la eternidad. Lo único positivo es que el no se enteró por lo que escribes, su venganza se había consumado al apretar el gatillo.
ResponderEliminarSí Marcos, es lo único que pudo conseguir: crer que la justicia se había cumplido y su hija estaría fuera del alcance de las tropelías de los mamarrachos que se dejan comprar por el famoso plato de letejas.
EliminarUn abrazo, Marcos.
Que bueno, Antonio, y que bien escrito. siempre se aprende en este blog! Un abrazo.
EliminarMariano, eres el espejo fiel en donde miro cuando arrejunto palabricas. Nos gusta a ambos las crónicas de paisajes que, sin ser explícitos en este caso, se entreven desérticos y con polvo, solitarios, casi sin un perro en la calle.
EliminarUn fuerte abrazo, Mariano.
Hola, Antonio:
ResponderEliminarTe he conocido por el blog de nuestra común y buena amiga, Beth. Si me das permiso, me quedaré por aquí. Así seguiré disfrutando de tus letras que, intuyo, son siempre profundas y pulcras.
Un relato sorprendente y con un justo final...
Un abrazo.
Amiga Mar, me abrumas. Beth, gran amiga y ambos lectores mutuos de nuestros blogs, es un encanto al recomendar que te des un paseo por esta casa, de la que no quisiera que salieras para sentirte cercana. Espero que alguna de las publicaciones, propias o ajenas, te agraden y podamos continuar en contacto. Te busco ahora mismo. Muchas gracias, Mar.
ResponderEliminarUn gran saludo, Mar.