EL ANTICUARIO
Antonio Campillo Ruiz
Oler
lo antiguo. No lo viejo. Viejo y antiguo no es lo mismo. Son dos definiciones y
causas de que un objeto, sea cual sea, posea un valor y belleza especial o que
solamente se trate de algo usado y desgastado por el paso del tiempo. Oler a
antiguo es apreciar el aroma de una trastienda plena de objetos de todo tipo,
apreciar otras épocas y su magia. Husmear entre antigüedades supone convertirse
en un pequeño ratón que habita entre los entresijos de una coqueta, un cajón
sin fondo completo o un jarrón.
Los
viajes en el tiempo son realizados con una facilidad sorprendente. Se saben
estilos, tipos de objetos preferidos en cada época, nombres, terminología
específica, trato… ¡Ah! El trato para llegar a un acuerdo beneficioso para
vendedor y comprador. Psicológicamente es tan grato, tan de miradas
escamoteadas de uno al otro, tensión en la voz y, como siempre, las ganas de
vender o comprar. Este aspecto es determinante para quien posee una joya
antigua y quien se enamora de ella.
Entre
los curiosos y habituales de las zonas en las que el anticuario establece su
tienda, plena de objetos de todo tipo que poseen una edad de más de cincuenta
años, llegando a alcanzar siglos cuando aparece una casa por desmontar, una habitación
que siempre ha servido para almacenar colecciones de los bisabuelos o
anteriores parientes, siempre se encuentran escritores, pintores “al minuto”,
bohemios y personajes que engañan y son engañados, que viven y se adaptan a las
condiciones de un mercado que, para muchos, es inútil, vano y exclusivo de
grandes cantidades de dinero intercambiadas por extraños, a veces, a cambio de objetos
de una belleza y finura extraordinarias.
Aprender
“el oficio” supone saber qué hacer con un objeto viejo para transformarlo en
antigüedad. No es fácil. La restauración es un arte de perfección sin igual y
multiplica el valor de cualquier pieza varias veces en función de su
perfección. Sigue siendo algo viejo y no antiguo pero, ¡ah!, pobre comprador
enamorado, su fin será acabar con ella y exhibirla como un trofeo en una
vitrina a la vista de amigos y de él mismo. ¡Qué satisfacción poder disfrutar
de la belleza esculpida, pintada, tallada! No, no es nada fácil adquirir una
afición por unos objetos determinados o simplemente por la diversidad bella sin
otro fin que admirarla y disfrutarla en la propia casa y entorno de vida.
Cuando se adquiere, existe un grave problema que se interpone entre ella y el
comprador, su originalidad, su alma, su origen, su trato con el anticuario, su
precio, su categoría como objeto y aplicación posible y, por fin, su ubicación
en el lugar idóneo para ser admirada.
Salir
a buscar esa butaca modernista, ese jarrón estilo Carlos V de Bohemia, esa
cerámica o esa lámpara de bronce a la cera perdida, única y majestuosa, plagada
de medallones de cristal de La Granja, no es una labor nimia. Es muy costoso
elegir, valorar, comprobar y dejarse llevar por el peculiar gusto de quien la encuentra
y quien la ha limpiado, restaurado sin que se aprecie ni un mínimo defecto
posterior. El anticuario es siempre paciente, trata de vender más de lo que
compra, se debe adaptar al vaivén de los precios y el poder adquisitivo de un
mercado que, posiblemente, no va a tener utilidad excepto para la exposición y
el placer de ser contemplado.
Lenta pero con maestría, llevará hasta el punto de no retorno a quien
posee una atracción irresistible hacia aquel libro, carta de navegación o
bastón. Cuando todo se resuelve con satisfacción para ambos, cuando el cambio
se produce, unos papeles de uso cotidiano a cambio de luz, color, pincel de
largo trazado, talla o repujado, se valoran como se debe, como un éxito de
quien ha encontrado lo que siempre ha buscado.
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Antonio CAMPILLO
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El aroma del tiempo, Antonio, qué gozo pasear por entre las cosas bellas que nos cuentas y enseñas, sobre todo sabiendo que fueron creadas con la satisfacción del trabajo bien hecho. Este tercer sentido es el mío.
ResponderEliminarUna vez me regalaron una pequeña cajita de cedro libanés, que según contaron los vendedores había servido para guardar esos collares de monedas que las bailarinas árabes se colocan en la cintura. Hacía muchos años que estaba vacía y todavía, con sólo levantar la tapa te envolvía un aroma dulce y carnal, algo vivo. Seguro que entre las paredes que nos muestras flotaba algún perfume.
Cierto, Anamaría, los perfumes… Olores a maderas, lacas, pinturas, carcomas… Los perfumes del arte que no podemos expresar en palabras. Sí, es una pequeña asignatura pendiente que se ha quedado por el camino de esta mínima descripción de los lugares plenos de la belleza realizada con parsimonia, serenamente, con primor y amor. Sí, este es el secreto, mi querida amiga, trabajos tan cuidados que ya no suelen estar permitidos por la monótona, pertinaz y anómala sociedad de las prisas y la barbarie. Desde este momento, los olores deben encontrarse en las palabras, trataré de hacer un “odopalabras” en cada una de las publicaciones que, también con serenidad y amor, trato de escribir. Un gran abrazo, Anamaría.
EliminarMe encantaría, Antonio, que dedicaras también uno de tus trabajos a los humildes anticuarios. Los chamarileros. Que seguro tú también habrás conocido por las muchas ciudades que has visitado. Ellos, raramente en sus objetos de lance tienen obras de valor artístico pero, sin embargo, puedes encontrar cosas muy curiosas, en desuso, que te llevan a conocer un poco cómo se vivía y trabajaba años ha. Una vez compré a uno de ellos unos extraños artilugios de barbería, entonces se llamaban así las hoy peluquería de caballeros, para regalárselos a un sobrino que iba a abrir una moderna peluquería en Málaga. Los ha colocado en una vitrina y, es lo que más llama la atención a los clientes.
ResponderEliminarEsperando tu próxima entrega, un abrazo.
Pues hemos estado en comunión, querida Tía Conchi. Ya tengo grabados unos planos de “Los chamarileros”, que, como sabes, muchos de ellos son muy amigos y hemos intercambiado, comprado y vendido entre nosotros muchos objetos únicos. Los dos últimos fueron dos “sacapuntas para lápices de manivela”, uno de metal con cajoncillo para las virutas y varios tamaños de lápices, el otro, realizado con la primera “bakelita” que se sintetizó en Alemania, redondito y de color rojo, con cajoncillo pero de sólo un tamaño de lápiz. Los dos últimos que he encontrado en tres años. No existen a la venta excepto para los coleccionistas. Y, desafortunadamente, fueron dos regalos para amigos. Me quedé con el mío metálico, más antiguo que estos, cuando tenía que haberme quedado también con el segundo. Por tanto, sí, tendrán su rincón en un especial. Me encanta que hayamos coincidido y que me lo recuerdes. Un gran abrazo.
EliminarQué pena que no haya iconos en este medio. Te pondría unos cuantos aplausos.
ResponderEliminarTe prometo un bonito sacapuntas antiguo con su cajoncito y todo para compensar los que generosamente regalaste. Un abrazo.