KATHERINE
Antonio Campillo Ruiz
Katherine
se sentía erótica per se, en su naturaleza y porque le gustaba. Siempre pensó
que sus sentidos debían de estar íntimamente relacionados, entrelazados,
fundidos, con su sensibilidad concebida y
percibida por su cerebro. Y no era fácil desinhibirse de múltiples sensaciones
que la asaltaban en cualquier lugar o ante hechos que, imperceptibles para
muchos, poseían un atractivo singular para ella. Nunca encontró explicación ni
se ocupó demasiado por buscarla. Su felicidad, soñando con los ojos abiertos o
cerrados se hubo convertido, hacía mucho tiempo, en objetivo y fin de la
ruptura continua que mantenía con la monotonía. Sí, era consciente de las
dificultades por las que había pasado en momentos de incomprensión o al
contravenir lo establecidamente correcto. Sin embargo, su satisfacción al poder
recibir en el receptáculo de su pecho, vientre, muslos, sexo, tantas
sensaciones sensitivas como inmensas para su sensualidad emocional, le
proporcionó, desde muy joven, la aceptación de su orientación en el breve paso
por la vida.
Katherine,
aquel día, excitada por haber dormido desnuda y despertar con los pezones
erectos y duros, intuyó que sería un día de impaciencia, fogosidad y agitación.
La realidad podía producir el efecto rebote de alejar su íntimo placer de
exquisita sensualidad cuando pasasen las horas en el trabajo reiterativo que
realizaba. A pesar de ello, pensar que sus sueños se desbocarían ante la mínima
manifestación de placer, un simple roce de sus piernas alrededor de la pata de
la grácil e historiada mesa isabelina de su despacho, la enviaba inmediatamente
al paroxismo del placer. Si, además, alguien era consciente de su voluptuosidad
cuando se enroscaba con delicadeza sobre el objeto, su acción sensual se
transformaba en un reto exponencial que la hacía alcanzar un hondo y sonoro
suspiro, estuviese quien fuere cerca o lejos de ella.
Katherine
recordó, en un estado jadeante, aquel día en el que, tras la atención que
prestó a la persona que debía entrevistar, su mente conectó con una potencia
inusual al cerebro que la escudriñaba con intensidad. No, no enrojeció, sólo se
levantó y cerró con llave la puerta de su despacho y, con suavidad, pasó sus
manos por el interior de la ropa de aquella persona y sintió el latigazo de una
corriente al rozar la piel caliente y sedosa. Ambos se sintieron vibrar con
pasión serena y apacible. Unas manos delicadas subieron por sus muslos mientras
que un suave y delicado chorrito de sus cálidos jugos resbalaba desde su sexo
en sentido contrario. Al llegar las cuatro manos a su destino, un relámpago
inundó aquella habitación y un gemido unísono les unión en un desfallecimiento
que se repitió y repitió, sin tiempo controlado. Poco a poco, con la lentitud
que requiere el saboreo de un sumilier cuando cata el vino, mil sensaciones se
fueron produciendo sin decir nada, ardiendo en un fuego que, tras devorarles
mil veces, echando ascuas por todos los poros de sus cuerpos, se fueron
calmando por cansancio, único aspecto que le fue frenando con el mismo
silencio, plagado de suspiros, con el que habían iniciado aquella deliciosa,
delicada y primorosamente placentera batalla de los sentidos.
Antonio Campillo Ruiz
UN ESTADO JADEANTE
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Las sensaciones de Katherine creo que las hemos sentido en algunos momentos de nuestra vida.
ResponderEliminarUna gran redacción.
Saludos
Bueno, no sé si se han sentido o no. Es posible que muchos de nosotros, mujeres u hombres, las hayan sentido pero no me atrevería a generalizar por la delicada sutileza que posee el hecho fisiológico en sí. Un saludo.
EliminarAmigo Antonio. Al ser más bien de pueblo, se me ocurre que si Katherine llegaba al paroxismo del placer sólo con rozar su pierna la pata de una mesa isabelina, no quiero pensar a dónde llegaría sintiendo cómo estallaban en su cuerpo los anillos de Saturno.
ResponderEliminarLa estética del vídeo es exquisita.
Esta es la cuestión, Anamaría. Me regaló una musa la posibilidad de creer que con un simple roce se puede llegar a ese paroxismo completo y difícil de alcanzar, digan lo que digan quienes consideran que es un acto simplemente fisiológico. La unión percibida y sentida es muy compleja de poder alcanzarse en toda su extensión. Ahora bien, los anillos de Saturno son los que en realidad merecen la pena por ser bellos, de tamaño adecuado y capaces de extasiar sólo con mirarlos. También es gloriosa esta similitud que, desde hoy, siempre aludiré a ella al percibir, mejor que recordar, estas sensaciones. Un abrazo, Anamaría.
EliminarAndaba con ganas la muchacha. Fino relato de erotismo latente, maestro escritor. Nos vemos.
ResponderEliminarSí, Maestro, la gana es lo último que se pierde y ... lo primero que identifica el estado fino filipino de ese erotismo que, sí, puede estar latente pero salta al menor resquicio. Esto es lo importante y lo maravilloso. Un abrazo, Mariano.
EliminarPor lo visto, una letra de abecedario muy fogosa ;-)
ResponderEliminarSí, como es inicial de medidas de peso, distancia… sus largos dedos, digo… piernas, arden cual teas a las que se acerca al fuego ¿de la madera?, no, del calor de la piel. Un gran abrazo, Myriam.
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