LAS ARRUGAS
Antonio
Campillo Ruiz
Tomasz Alen Kopera
Me gustan tus arrugas. No, no posees demasiadas. Solo aquellas que no
han hecho caso a tus cremas. No, no, tampoco estás ni muy delgada ni gruesa.
Creo que tu complexión anatómica está muy bien proporcionada. Sí, me gustan
esos leves surcos que a ti te parecen cárcavas irrecuperables en un paisaje
erosionado. Es claro, la erosión se produce con el paso del tiempo, un tiempo
muy, muy lento pero implacable. Sí, ya sé que cuando se ha producido esa
sinuosa línea en el rostro se cometen tres errores graves. El primero es tratar
de de recuperar la situación anterior mediante activación de circulación,
musculación, u otro cualquier -ón que creamos mágico. Algo poco probable debido
a que los tejidos, tersos inicialmente, se encuentran más cómodos en el estado
natural actual. El segundo es tratar de disimularlas rellenándolas de un
material parecido al que supuestamente ha desaparecido. Este proceso es menos
exitoso que el anterior. ¡Ah! y mancha. Si, nada me parece más molesto que
manchar mis labios de esa especie de chocolate con sabor dulzón persistente.
Me gusta besarte limpia, en tu piel
suave, porque persiste en ti ese agradable y sedoso tacto que la esponjosa delicadeza de tu piel posee, como antes de que
aparecieran esos leves lechos secos de ríos por los que ha pasado tanta agua. La grata, uniforme y pequeña arruga, vuelve a llenarse de un caudal que queda nuevamente soterrado…
Y, por fin, el tercer error pertenece a la categoría de los tecnológicos y
avanzados, para hacer creer que la tersura de la piel pertenece a la juventud.
Muchos inventos científicos poseen inconvenientes: cuando se recurre a esta
excavadora que pule y lustra la erosión natural, es posible la producción de una reacción quebradiza en
la superficie alisada. Así, siempre que un movimiento, considerado como normal, se realice sin el debido cuidado, la zona que haya quedado allanada puede estar sometida a sorprendentes resquebrajamientos. ¡Ay, entonces…! El cuidado de los
movimientos, incluyendo los necesarios para comer o hablar, requieren meses de
nuevo aprendizaje de un rostro, brazos, pechos..., casi desconocido para quien se ha sometido a la tecnología, familiares y amigos. Como hecho colateral, tras
las orejas se acumulan pequeños caballones de piel, aparentemente invisibles,
que deben ser cuidados atentamente para que no crean, quienes los descubren,
que se poseen branquias como aquel actor que vivía permanentemente en su barco.
Mira, me gustan tus arrugas. Me atraen cada día más porque son los renglones en
donde se han escrito nuestras vidas. Son las huellas de momentos felices y
desafortunados, las hendiduras que ha formado un tiempo común con los cinceles del
amor y la comprensión. Sí, me gustan… Cuando las beso, por cierto que se dejan
besar mejor por contener más materia, les doy leves mordiscos, casi
imperceptibles, para que recuerden todos los momentos en los que mis besos
fueron cambiando hacia una veneración imperecedera, una ilusión jamás nublada,
una comprensión que siempre será paralela a nuestra existencia. Sí, me gustan
tus arrugas.
Antonio Campillo Ruiz