LOS
CAMPANILLEROS DE LA AURORA
Antonio Campillo Ruiz
Aquel
día, un leve y pertinaz viento enfriaba más el plomizo cielo amenazador. Había
estado lloviendo toda la noche y las calles del pueblo se convirtieron en un
barrizal por el que sólo podían transitar los carros. Los vecinos utilizaban
una pequeña línea, allí donde tendrían que estar las aceras, por la que, a base
de pisar y pisar, el barro se endurecía y formaba una senda semiseca y estable
al resbaladizo barro, mezcla marrón y negro grisáceo, amasado por el polvo
acumulado y el agua fría del otoño. Los pantalones cortos y de fina tela,
todavía, hacían sentir la sensación fría en las sufridas piernas frágiles de
los niños que correteaban de un lado para otro. Era su forma de generar un poco
de calor.
En
la puerta del Camposanto un destartalado carromato de madera, que poseía un
pequeño tejado protector, exponía manzanas asadas, recubiertas de azúcar
tostada, castañas recién asadas, pipas, caramelos… Allá, frente a él se
encontraba el sempiterno vendedor de regalicia, “El Ñape”, con sus pequeños
manojos de cinco trozos atados cada uno con una goma y, al lado contrario de
estos ambulantes vendedores, se encontraban los hombres de la cera. Varios
hombres con sacos de aspillera, se sentaban en piedras u otros materiales secos
y esperaban que los niños fueran trayendo los restos de cera que, como largas lágrimas,
se formaban sobre las velas inclinadas encima de los tristes caballones de
tierra en donde se suponía que se encontraban los restos polvorientos de un
difunto.
La
rápida oscuridad de la tarde, favorecida por las nubes cargadas con agua
amenazadora, frenaban el presuroso caminar de los vecinos. Les impresionaba
que, al entrar al Camposanto la visión de los eternos cipreses, enhiestos y
altivos, verdinegros sin par, haciendo silbar sus hojas con el viento,
aumentase la desoladora visión del ceniciento panteón, enorme, cual palacio de
Satán. Semejaba la enorme residencia de Vlad, “El Empalador”. La tierra estéril,
removida para arreglar los pequeños surcos con su difunto bajo ellos, indicaba
quienes se habían preocupado por retocar y presentar ante amigos y visitantes
los signos de lo inolvidable. Una cruz, generalmente de hierro forjado con
maestría y gran belleza, señalaba el lugar que ocupaba la cabeza del enterrado
pero no era extraño vislumbrar alguna que era de madera entrecruzada con un largo
lazo de cuerda que rodeaba los lados vertical y horizontal de la misma. Las
velas encendidas como luciérnagas no alumbraban, aterrorizaban, favorecían el
intento de retroceso de quienes respetaban aquel día en el que era de obligado
cumplimiento la visita a los difuntos, el Día de Todos los Santos.

En
la parte izquierda de la entrada al Camposanto, una construcción que, por todo
mueble, contenía sólo una mesa de cemento blanco con una pequeña hendidura a su alrededor y un resalte que, igualmente la rodeaba, con una especie de taco
que podría ser similar a una almohada, presidía el espacio vacío. En una de las
esquinas había un lavabo y en el suelo un pequeño sumidero. Este lugar causaba
pavor entre los más pequeños y la repulsa de los mayores. Era la sala de
autopsias, únicamente utilizada para muertes violentas o posibles suicidios. El
Juez de paz y el médico, con un ayudante, ambos destinados en el pueblo, eran
los encargados de realizarla muy de tarde en tarde. La curiosidad malsana y las
miradas de reojo eran perennes entre los vecinos que habían tenido la mala
suerte de que estuviese ese lugar cerca de sus deudos.
Los
panteones, exclusivos lugares en donde no se podían coger las lágrimas de las
velas, entre otras cosas porque como estaban protegidas del viento las pavesas
se encontraban siempre perfectamente verticales y la llama también. Además, le
ponían una especie de caperuza para que el gasto de la vela fuese muy controlado.
A veces, aun no siendo la Fiesta de los Difuntos, los señoritos dueños de estos
lujosos lugares de reposo, visitaban a sus seres queridos, ya idos al Más Allá y encendían las velas que no
habían sido quemadas con anterioridad. Cuando la luz hacía casi temerario
caminar por las calles embarradas de fango, con la parsimonia de quien deja
atrás parte de sí mismo, los vecinos se retiraban dejando encendidas velas y
velones, abandonando nuevamente a quienes ya no pertenecían a un mundo del que
habían sido apartados por la terrible soledad de la muerte. Los goznes de la
única puerta de entrada al Camposanto rechinaban por la humedad y falta de
lubricante y el sepulturero cerraba con precaución sin dejar de llamar a
quienes pudiesen quedarse encerrados en el recinto.
Antonio Campillo Ruiz
RELACION DE CAMPANILLEROS DE LA AURORA, AUROROS
DE SANTOMERA QUE APARECEN, DE IZQUIERDA A DERECHA, EN EL VÍDEO QUE SE ADJUNTA,
CANTANDO EN EL CEMENTERIO DE DICHA LOCALIDAD EL PASADO 1 DE NOVIERMBRE DE 2017.
MINUTO: 0,0 AL 0,16.
MARIANO GONZÁLEZ RUIZ
TRINITARIO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
JUAN MIGUEL MUÑOZ GÓNZALEZ
ALBERTO GALINDO ÁLVAREZ
GERÓNIMO
CÓRDOBA MENÁRGUEZ
JUAN FERNÁNDEZ MARQUINA
JOSÉ MANUEL MOLINERO BERNAL
IRENO FERNÁNDEZ ALBALADEJO
MINUTO: 0,17 AL 3,00.
ALBERTO GALINDO ÁLVAREZ
FRANCISCO VILLAESCUSA SOTO
TRINITARIO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
JOSE MIGUEL MUÑOZ GONZÁLEZ
IRENO FERNÁNDEZ ALBALADEJO
JOSE MANUEL MOLINERO BERNAL
JOSÉ ANDRÉS CASTEJÓN CONTRERAS
GERÓNIMO CÓRDOBA MENÁRGUEZ
JUAN FRANCISCO NICOLÁS MARTÍNEZ
MINUTO: 3,05 AL 6,32
VÍCTOR MESEGUER OLIVA
MARIANO GONZÁLEZ RUIZ
FRANCISCO VILLAESCUSA SOTO
TRINITARIO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
JUAN MIGUEL MUÑOZ GONZÁLEZ
ALBERTO GALINDO ÁLVAREZ
JOSÉ MANUEL MOLINERO BERNAL
IRENO FERNÁNDEZ ALBALADEJO
GERÓNIMO CÓRDOBA MENÁRGUEZ
JOSÉ BLÁZQUEZ ALMELA. PORTADOR ESTANDARTE
JOSÉ ANDRÉS CASTEJÓN CONTRERAS