domingo, 28 de febrero de 2021

SUEÑOS CUMPLIDOS

 EL EXPLORADOR

 Antonio Campillo Ruiz


   Embadurnado de promesas, de ungüentos y monsergas reiterativas, de largas, ineficaces y estériles salmodias para eludir la mala suerte, el explorador terminó de pulir su caparazón de piedra, verdadera coraza contra posibles ataques de lo desconocido. Su camino no lo realizaría sobre un trazado pleno de felicidad. Su misión era tan dura como descabellada, sin embargo, la confianza en él suponía un reto que no era capaz de eludir.


   La formación de la Tierra estaba en su punto álgido. La rebelión había sido sofocada pero las consecuencias diezmaron a los humanos. Tuvieron que asumir el castigo de aquel dios encolerizado cuando les envió para que conviviese con los humanos al ser que, habiendo iniciado la sublevación, se vio sometido a un castigo eterno. A la vez, sembró en su caída las miles de semillas que extendieron las terribles plagas que devastaban las conciencias y corazones humanos. Reconstruir la soledad, arruinada y agostada cual trigo exuberante tras un tornado, era su misión. Tan dura como difícil.


    Luzbel, el más hermoso entre los hermosos, había caído en la lucha por un poder que jamás alcanzaría. Su fracaso demolió conciencias y desmanteló mentes. Su rey lo envió al mundo d elos humanos para destruir aquello que con trabajo y unidad había sido el símbolo diferenciador de los muchos seres vivos de una tierra que les acogía a todos. Este fue su castigo y el de todos los seres más creativos de ese momento. Se creó, en aquella tierra un infinito lugar en el que el mal y el bien mantenían un perpetuo enfrentamiento que en vez de rehacer devastaba y aniquilaba el poder de la razón.


   Fue detenido, encerrado, atado, mas, un beso inmenso de fuego le abrió todos los grilletes y le mantuvo por siempre en la tierra que debía liberar. Sus armas eran débiles ante tales fuerzas ardientes, como la lava que todavía segregaba aquella tierra en formación eterna. Pero más poderosa que la eternidad era su determinación por salvar a su especie, su promesa era más potente y vigorosa que cualquier montaña, lago o ardiente lava. Había disfrutado, por breves momentos, del poder de su enemigo, del infinito vigor de aquel beso de fuego que había saboreado como un privilegio, sin licencia ni derechos. Nunca más le separarían del empuje y energía que le proporcionaba ser deseado y adorado.

   Con la lentitud de su caminar y la premura de alcanzar tanto poder como a quien iba a destronar, su maldad creció hasta conseguir hundirlo en un inmenso mar de sentimientos encontrados, en donde prevalecían los más denostados, todos los que quería destruir pero asimilaba con sus pasos hacia el objetivo final. Sería el nuevo dios sin nadie que le retase, sin posibles adversarios rebeldes, con el poder ilimitado de lo inagotable, saboreando los innumerables y dulces besos de fuego por siempre. Su poder se extendería por un firmamento que jamás podría ser recorrido, un firmamento interminable, inmortal. Ya no volvería a la choza en la que transcurrió su infancia, entre sollozos de sus muchos hermanos y compañeros de miserias, soñando en su posible salvación.


   Un velo rojizo, una mano despiadada, un soplo imparable le arrancó de unos sueños que siempre habían estado aletargados y su viaje los fue abriendo, impulsando y favoreciendo. En su pequeña silla, delante de su choza, el explorador detuvo sus sueños y los hizo volver con él, con sus amigos, con un entorno que se ofrecía tan pausado como la más lenta de las criaturas de la tierra, tan falto de emociones como tan llena de ellas estaban sus sueños. Mirando al cielo prometió que lo alcanzaría cuando lograse encontrar la pócima de vida que le llevase más allá del más allá.    

Antonio Campillo Ruiz




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