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viernes, 2 de diciembre de 2011

CUERPOS

PASIÓN TÓRRIDA

Antonio Campillo Ruiz 
   Sus rotundos, firmes y pequeños pechos miraban descarados, desafiantes, hacia la tenue luz del cielo. Sus erectos y duros pezones se clavaban inmisericordes sobre la piel sonrosada que los recibía y los apretaba hasta el dolor. Un dolor electrizante y arrebatador. Su piel de ébano era tan suave como el marfil pulido. Su olor a sándalo embriagaba todo a su alrededor.
   Desataba tal torrente de pasión que era imprescindible acariciarla, besarla, olerla, beberla. El ardiente calor de su piel quemaba los temblorosos pero firmes dedos que la recorrían. 
   Las respiraciones agitadas de los dos cuerpos tendidos sobre el suelo semejaban el fuerte jadeo del vapor de una locomotora. El crepitar de los labios al chocar elevaba las llamas de una pasión tan tórrida como fogosa, tan abrasadora como vigorosa.  
   Sólo podían respirar el aire del otro. Sus cuerpos se encontraban tan mezclados y amasados que su aleación generaba retazos de amalgama de distinto color. Nunca habrían podido ser separados sino fundiéndolos y esculpiéndolos de nuevo.
   Un sonido ronco surgió al unísono de las gargantas ocluidas por lenguas húmedas. Un colapso, una convulsión, una eterna vibración, sacudió sus cuerpos en una agitación desmedida, formidable, gigantesca.
   Suaves gotas de agua salada corrían en todas direcciones. Regaban el amor. Purificaban la pasión. Blanqueaban la piel de ébano. Oscurecían la piel rosada. 
   Sabores y olores eran ahora distintos. Se olía a deseo, a entusiasmo. Se sabía a frenesí, a delirio. El suave calor se transformó en bochorno, ardor, incandescencia, fuego.
Mucho tiempo después, sus respiraciones volvieron a un ritmo de serenidad imperceptible, armonioso, inapreciable. Nunca volvió a ser nada como era. Nunca sería la última vez para repetir interminablemente las sensaciones percibidas. Nunca dejarían de  acariciarse, besarse, olerse, beberse.