domingo, 21 de octubre de 2018

DÍA DE DIFUNTOS


LOS CAMPANILLEROS DE LA AURORA

Antonio Campillo Ruiz


   Aquel día, un leve y pertinaz viento enfriaba más el plomizo cielo amenazador. Había estado lloviendo toda la noche y las calles del pueblo se convirtieron en un barrizal por el que sólo podían transitar los carros. Los vecinos utilizaban una pequeña línea, allí donde tendrían que estar las aceras, por la que, a base de pisar y pisar, el barro se endurecía y formaba una senda semiseca y estable al resbaladizo barro, mezcla marrón y negro grisáceo, amasado por el polvo acumulado y el agua fría del otoño. Los pantalones cortos y de fina tela, todavía, hacían sentir la sensación fría en las sufridas piernas frágiles de los niños que correteaban de un lado para otro. Era su forma de generar un poco de calor.


   En la puerta del Camposanto un destartalado carromato de madera, que poseía un pequeño tejado protector, exponía manzanas asadas, recubiertas de azúcar tostada, castañas recién asadas, pipas, caramelos… Allá, frente a él se encontraba el sempiterno vendedor de regalicia, “El Ñape”, con sus pequeños manojos de cinco trozos atados cada uno con una goma y, al lado contrario de estos ambulantes vendedores, se encontraban los hombres de la cera. Varios hombres con sacos de aspillera, se sentaban en piedras u otros materiales secos y esperaban que los niños fueran trayendo los restos de cera que, como largas lágrimas, se formaban sobre las velas inclinadas encima de los tristes caballones de tierra en donde se suponía que se encontraban los restos polvorientos de un difunto.


   La rápida oscuridad de la tarde, favorecida por las nubes cargadas con agua amenazadora, frenaban el presuroso caminar de los vecinos. Les impresionaba que, al entrar al Camposanto la visión de los eternos cipreses, enhiestos y altivos, verdinegros sin par, haciendo silbar sus hojas con el viento, aumentase la desoladora visión del ceniciento panteón, enorme, cual palacio de Satán. Semejaba la enorme residencia de Vlad, “El Empalador”. La tierra estéril, removida para arreglar los pequeños surcos con su difunto bajo ellos, indicaba quienes se habían preocupado por retocar y presentar ante amigos y visitantes los signos de lo inolvidable. Una cruz, generalmente de hierro forjado con maestría y gran belleza, señalaba el lugar que ocupaba la cabeza del enterrado pero no era extraño vislumbrar alguna que era de madera entrecruzada con un largo lazo de cuerda que rodeaba los lados vertical y horizontal de la misma. Las velas encendidas como luciérnagas no alumbraban, aterrorizaban, favorecían el intento de retroceso de quienes respetaban aquel día en el que era de obligado cumplimiento la visita a los difuntos, el Día de Todos los Santos.


   Vestían sus lutos más severos. Todo era negro y se escuchaban rumores de rezos por dondequiera que se pasase. A lo lejos, se escuchaba una salmodia acompañada por tristes campanillas que tocaban con ritmo reiterativo y, a veces, malsonante. Los Campanilleros, Auroros, en realidad, Los Campanilleros de la Aurora, cantaban a los muertos. Visitaban uno tras otro los lugares en donde un amigo se encontraba reposando eternamente y cantaban su salmodia una y otra vez, con voz lastimera, mitad latín mitad español, con parsimonia, con la lentitud de quien no se precipita en contar la escala musical ni el ritmo, a su aire, ininteligiblemente para muchos de los que escuchaban los lamentos de las almas. En muchas ocasiones, la cercanía de la muerte obligaba a cantar dos e incluso tres veces, diversas salmodias. Unas severas y las otras más airadas e incluso alegres. Uno de los integrantes del grupo llevaba en el bolsillo de su chaqueta una botella de anís Machaquito y, de cuando en cuando, alguno de los recitadores echaba un pequeño sorbo para aclarar su bronca voz, pesada por los años, por los cánticos y por el alcohol. Sus vestimentas eran reconocibles por todos, largo sayón oscuro rayado verticalmente en negro, a la usanza de las ropas tradicionales de la región y pantalones también negros. Aquellos que usaban chaquetas eran, igualmente, rayadas en negro y gris con un brazalete negro en una de sus mangas o un botón negro en el ojal de la solapa. Al terminar sus estrofas, los deudos les rodeaban y llorando, les acompañaban hasta su nuevo lugar de canto y agradecían su dedicación con un pequeño óbolo que ofrecían a quien realizaba las funciones de jefe de la cuadrilla.


   A la vez, se celebraban misas consecutivas en diversos puntos del Camposanto. La iluminación era producida, exclusivamente, por las amarillentas luces de velones que se encendían en los lugares en donde el sacerdote oficiante debía leer textos sagrados. Mujeres con velos negros, hombres con camisas nuevas para el evento y chaquetas no tan flamantes por el uso pero retocadas, zurcidas o remendadas, asistían devotos y compungidos a estos actos sagrados con el fervor de poder favorecer siempre a todos los difuntos. El sonido del viento, cada vez un poco más fuerte, era el sinvivir de los más desfavorecidos: gastaban cajas y cajas de cerillas, con cabeza blanca de fósforo, para encender las velas que nunca debían de apagarse, se debían consumir completas para solicitar y exponer con satisfacción la petición de clemencia o bienestar del amigo o familiar al que se dedicaban. En algunos lugares se observaban pequeños muebles de dos patas con una madera agujereada entre ellos y otra que servía para detener la caída de las velas que, encontrándose introducidas en los agujeros de la primera tabla quedaban rectas y, por tanto, se consumían con mayor lentitud y menor gasto de cera. Por supuesto, eran unos soportes de color negro que se fueron introduciendo como medio moderno para utilizar en este día. En cualquier caso, los niños aprovechaban los pequeños ríos de cera para ir pidiendo las lágrimas manchadas de tierra y barro que caían constantemente. Al acercarse a los puntos de compra/venta de los hombres de la cera, su largo discutir con ellos era su entretenimiento: “… que no tiene tierra…” “…que sí, que está llena de barro y no vale para volver a fundir la cera y rehacer otra vez las velas con su pábilo dentro… y sólo te puedo dar un “perro gordo”…”


   En la parte izquierda de la entrada al Camposanto, una construcción que, por todo mueble, contenía sólo una mesa de cemento blanco con una pequeña hendidura a su alrededor y un resalte que, igualmente la rodeaba, con una especie de taco que podría ser similar a una almohada, presidía el espacio vacío. En una de las esquinas había un lavabo y en el suelo un pequeño sumidero. Este lugar causaba pavor entre los más pequeños y la repulsa de los mayores. Era la sala de autopsias, únicamente utilizada para muertes violentas o posibles suicidios. El Juez de paz y el médico, con un ayudante, ambos destinados en el pueblo, eran los encargados de realizarla muy de tarde en tarde. La curiosidad malsana y las miradas de reojo eran perennes entre los vecinos que habían tenido la mala suerte de que estuviese ese lugar cerca de sus deudos.   


   Los panteones, exclusivos lugares en donde no se podían coger las lágrimas de las velas, entre otras cosas porque como estaban protegidas del viento las pavesas se encontraban siempre perfectamente verticales y la llama también. Además, le ponían una especie de caperuza para que el gasto de la vela fuese muy controlado. A veces, aun no siendo la Fiesta de los Difuntos, los señoritos dueños de estos lujosos lugares de reposo, visitaban a sus seres queridos, ya idos al Más Allá y encendían las velas que no habían sido quemadas con anterioridad. Cuando la luz hacía casi temerario caminar por las calles embarradas de fango, con la parsimonia de quien deja atrás parte de sí mismo, los vecinos se retiraban dejando encendidas velas y velones, abandonando nuevamente a quienes ya no pertenecían a un mundo del que habían sido apartados por la terrible soledad de la muerte. Los goznes de la única puerta de entrada al Camposanto rechinaban por la humedad y falta de lubricante y el sepulturero cerraba con precaución sin dejar de llamar a quienes pudiesen quedarse encerrados en el recinto.
  
Antonio Campillo Ruiz


RELACION DE CAMPANILLEROS DE LA AURORA, AUROROS DE SANTOMERA QUE APARECEN, DE IZQUIERDA A DERECHA, EN EL VÍDEO QUE SE ADJUNTA, CANTANDO EN EL CEMENTERIO DE DICHA LOCALIDAD EL PASADO 1 DE NOVIERMBRE DE 2017.

MINUTO: 0,0 AL 0,16.

MARIANO GONZÁLEZ  RUIZ
TRINITARIO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
JUAN MIGUEL MUÑOZ GÓNZALEZ
ALBERTO GALINDO ÁLVAREZ
GERÓNIMO  CÓRDOBA MENÁRGUEZ
JUAN FERNÁNDEZ MARQUINA
JOSÉ MANUEL MOLINERO BERNAL
IRENO FERNÁNDEZ ALBALADEJO

MINUTO: 0,17 AL 3,00.

ALBERTO GALINDO ÁLVAREZ
FRANCISCO VILLAESCUSA  SOTO
TRINITARIO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
JOSE MIGUEL MUÑOZ  GONZÁLEZ
IRENO FERNÁNDEZ ALBALADEJO
JOSE MANUEL MOLINERO BERNAL
JOSÉ ANDRÉS CASTEJÓN CONTRERAS
GERÓNIMO CÓRDOBA MENÁRGUEZ
JUAN FRANCISCO NICOLÁS MARTÍNEZ

MINUTO: 3,05 AL 6,32

VÍCTOR MESEGUER OLIVA
MARIANO GONZÁLEZ RUIZ
FRANCISCO VILLAESCUSA  SOTO
TRINITARIO RODRÍGUEZ  RODRÍGUEZ
JUAN MIGUEL MUÑOZ  GONZÁLEZ
ALBERTO GALINDO ÁLVAREZ
JOSÉ MANUEL MOLINERO BERNAL
IRENO FERNÁNDEZ ALBALADEJO
GERÓNIMO CÓRDOBA MENÁRGUEZ
JOSÉ BLÁZQUEZ ALMELA. PORTADOR ESTANDARTE
JOSÉ ANDRÉS CASTEJÓN CONTRERAS


8 comentarios:

  1. Gran artículo y video. Muchas gracias y enhorabuena por este trabajo. Muchas gracias en nombre de la Campana de Auroros de Santomera.

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    1. Agradezco su atención y gratificantes elogios pero escribir sobre estas costumbres tan arraigadas al pueblo y a mi niñez, pubertad y adolescencia, es tan satisfactorio como importante para mí. Deseo y espero que La Campana de Auroros de Santomera continúe un camino que suponga un avance en la recuperación de tradiciones únicas. Un saludo.

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  2. Buenas imágenes de la memoria, Antonio: la de los puestos de venta a la puerta del cementerio —las manzanas, la regalicia…—, la de los cereros, de los que apenas me acuerdo, la de los auroros...
    Yo también estuve el año pasado escuchando a estos «nuevos» auroros santomeranos —por eso lo de las chuletas a la vista—, y les hice algunas fotos, y gravé algún fragmento de vídeo.
    Otros tiempos en la memoria: nostálgicos recuerdos.

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    1. Así es, Pepe. La nostalgia se mezcla con el interés por la conservación de costumbres únicas que sería un desafuero dejarlas perder. Ya no podemos mantener algunas de ellas, como los cereros con su saco donde pereciese que te iban a echar en él para llevársete al Más Allá, e incluso al pobre Ñape y su dulce regaliz de palo, recogido, ¡cómo no!, del río no del los “escorriores”… Hoy, la urbanización de los diversos “chaletes camposanteros” es perfecta y muy cuidada. Ya no hay tiempo de ser un niño que juega y vive costumbres que le marcan como persona humana. Un gran abrazo, Pepe.

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  3. Cuánto me ha gustado el relato de tus recuerdos de esas costumbres y ceremonias que, supongo, aún seguirán celebrándose hoy en día aunque tu narración en pasado, me hace pensar que algo habrá cambiado.
    Por supuesto, seguro que los chiquillos ya no recogerán la cera para ganar unas perras. Esto me ha resultado curiosísimo. Y esas ventas ambulantes a la puerta del cementerio, siguen? O han cambiado las mercancías por viandas más, digamos, modernas?
    Sabes, Antonio, el haber pasado tu infancia en una pequeña localidad te ha dado una riqueza de vivencias que no hemos podido disfrutar los "niños urbanos".
    He oído a los auroros en otro tipo de actos, nunca en un cementerio. Debe producir una gran emoción.
    Sigue escribiendo tus recuerdos de infancia en Santomera, me encantan.
    Saludos

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    1. Pues no, no existen ya bastantes de las costumbres que se asociaban a días tenebrosos, oscuros por los negros nubarrones, por los eternos cipreses que hincaban sus raíces en los pequeños caballones de los difuntos pobres, por el frío… Todo ha sufrido un cambio indecoroso tratándose de un culto a la muerte. Ya no nos importa tal Señora, vivir al día y pasar de las tradiciones para sustituirlas por las modernas técnicas es lo que impera entre los niños que ya no visitan los Camposantos. Me parece muy bien pero no por ocultar la cabeza la Señora va a desaparecer. Como digo a Pepe, la urbanización y el orden es un cambio implacable al lugar de reposo de muchos humanos. Tampoco existen los momentos para disfrutar de las frutas de temporada, tan peculiares y dulces, el tiempo de estancia en el Camposanto es similar a la visita del médico: todos los deudos están deseando disfrutar del día de fiesta porque al siguiente, que antiguamente también era fiesta, Día de la Ánimas, hay que ir al trabajo, quien posee la suerte de tenerlo, claro. Un abrazo, Conchita.

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  4. Tu texto soberbio, como el vídeo. Saludos al cámara.
    Me ha gustado tu descripción de cómo se habían formado las aceras del pueblo, los pantalones cortos de los niños, el frío en sus piernecillas. La recogida de cera, el regaliz de palo, las manzanas y su crujiente caramelo, la forja de las cruces. Y ese anís Machaquito…
    Gracias por enseñarnos a Los Campanilleros de la Aurora. Sus cantos, como sus rostros, son pura belleza. Pura verdad. Recordar es hacer historia de nuestra cultura.

    Otra vez gracias.

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    1. En efecto, Anamaría, se hace historia de nuestra cultura manteniendo intactas costumbres que conllevaron una formación en valores muy distinta de la actual. Las condiciones ambientales y las ropas que utilizábamos los niños han desaparecido como llevadas por el huracán de la “modernidad”, los pequeños autónomos de la época, simples vendedores ambulantes que confeccionaban con esmero los productos que ofertaban ya no existen y los Campanilleros, por tratarse de una tradición que no supone sino hacer un bien a quienes, afligidos por la pérdida de un ser querido, escuchan sus lamentos y calman su espíritu, son los únicos que poseen el beneficio de seguir alimentando una tradición que se empieza a requerir nuevamente. Estas nobles personas, que ensayan durante todo el año para ser los paños de lágrimas de conciudadanos tristes, merecen nuestro respeto y nuestro interés. Su afición, convertida en trabajo por y para los demás, es digna de toda nuestra admiración y consideración. Muchas gracias y un gran abrazo chillao, Anamaría.

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