jueves, 29 de marzo de 2012

LA MUJER ADÚLTERA y II

EL ADULTERIO

Antonio Campillo Ruiz
Un innocent qui n'a pas
besoin d'explication.     
  Albert Camus

 Albert Camus

La mujer adúltera, y II
Únicamente sentía el calor de Marcel. Como desde hacía más de veinte años, cada noche, así, en su calor, siempre los dos, incluso enfermos, incluso de viaje, como en aquel momento... Además, ¿qué hubiera hecho sola en casa? ¡Sin hijos! ¿Era eso lo que le faltaba? No lo sabía. Seguía a Marcel, eso era todo, contenta de saber que alguien la necesitaba. La única alegría que él le daba era la de saberse necesaria.

… Ella se juntó un poco más contra él, y le puso la mano en el pecho. Y en su fuero interno pronunció el nombre enamorado con que le llamaba en otros tiempos y que todavía, de tarde en tarde, utilizaban entre sí pero sin pensar en lo que decían.

   Le llamó de todo corazón. Además, ella también le necesitaba, necesitaba su fuerza, sus pequeñas manías, también ella tenía miedo a morir. «Si superara ese miedo sería feliz...» Al instante la invadió una angustia sin nombre. Se separó de Marcel. No, no estaba superando nada, no era feliz, en verdad iba a morir sin haberse librado de ello. Le dolía el corazón, descubría de repente que se ahogaba bajo un peso inmenso que arrastraba desde hacía veinte años, un peso bajo el cual se debatía ahora con todas sus fuerzas. ¡Quería librarse de él, incluso si Marcel, incluso si los demás no se libraban nunca! Se incorporó en la cama, despierta, y aguzó el oído hacia una llamada que le pareció muy cercana. Pero sólo le llegaron las voces extenuadas e infatigables de los perros desde los confines de la noche. Se había levantado una brisa débil cuyas ligeras aguas oía correr por el palmeral. Venía del sur, de allí donde el desierto y la noche se mezclaban ahora bajo el cielo, inmóvil otra vez, donde la vida se detenía, donde nadie envejecía ni moría. Después, las aguas del viento dejaron de manar y ni siquiera estaba segura de haber oído algo, salvo una llamada muda que además podía escuchar o hacer callar a voluntad, y cuyo sentido jamás conocería si no respondía al instante. Al instante, sí, de eso al menos estaba segura.

   Se levantó sin brusquedad y permaneció inmóvil cerca de la cama, atenta a la respiración de su marido. Marcel dormía. Un instante después, perdió el calor del lecho y el frío se apoderó de ella. Se vistió lentamente, buscando a tientas su ropa en la débil claridad que llegaba de las farolas de la calle a través de las persianas de la fachada. Alcanzó la puerta con los zapatos en la mano. Esperó todavía un instante en la oscuridad, y después abrió con lentitud. El picaporte rechinó y ella se quedó inmovilizada. Su corazón latía alocadamente. Aguzó el oído y tranquilizada por el silencio hizo girar un poco más la mano. La rotación del picaporte le pareció interminable. Al fin abrió, se deslizó fuera y volvió a cerrar la puerta con las mismas precauciones. Después, con la mejilla pegada a la madera, esperó. Al cabo de un momento percibió lejanamente la respiración de Marcel. Se dio la vuelta, recibió en pleno rostro el aire helado de la noche y echó a correr a lo largo de la galería. La puerta del hotel estaba cerrada. Mientras manipulaba el cerrojo, el vigilante nocturno apareció en lo alto de la escalera con el semblante confuso y le habló en árabe. «Ahora vuelvo», dijo Janine, y se lanzó a la noche.

   Del cielo negro bajaban guirnaldas de estrellas sobre las palmeras y las casas. Corrió a lo largo de la corta avenida que llevaba al fortín, ahora desierta. El frío, que ya no tenía que luchar contra el sol, había invadido la noche; el aire helado le quemaba los pulmones. Pero siguió corriendo, medio a ciegas, en la oscuridad. Sin embargo, en lo alto de la avenida aparecieron algunas luces que se acercaron a ella zigzagueando. Se detuvo, oyó un rumor de élitros y al final, detrás de las luces que iban aumentando de tamaño vio unas enormes chilabas bajo las cuales centelleaban las ruedas frágiles de las bicicletas. Las chilabas la rozaron; tres luces rojas surgieron en la oscuridad detrás de ella, y al momento desaparecieron. Volvió a emprender su carrera hacia el fortín. A mitad de la escalera la quemadura del aire en los pulmones llegó a ser tan cortante que quiso detenerse. Sin embargo, un último impulso la arrojó a su pesar a la terraza, al parapeto, contra el cual apretó entonces su vientre. Jadeaba, y todo se confundía delante de sus ojos. La carrera no le había hecho entrar en calor y todos sus miembros temblaban todavía. Pero pronto fue aspirando con regularidad el aire frío que había estado tragando a bocanadas y un calor tímido empezó a nacer en medio de los escalofríos. Sus ojos se abrieron al fin sobre los espacios de la noche.

   Ningún aliento, ningún ruido, nada turbaba el silencio y la soledad que rodeaban a Janine, salvo a veces el resquebrajamiento sofocado de las piedras que el frío iba reduciendo a arena. Sin embargo, al cabo de un instante, le pareció que una especie de pesada rotación arrastraba el cielo por encima de ella. Miles de estrellas se formaban sin tregua en el espesor de la noche fría y seca, y sus brillantes carámbanos, desprendiéndose al instante, empezaban a deslizarse imperceptiblemente hacia el horizonte. Janine no podía apartarse de la contemplación de aquellas luminarias a la deriva. Giraba con ellas y poco a poco se reunía con su ser más profundo por el mismo camino inmóvil, donde ahora combatían el deseo y el frío. Las estrellas caían delante de ella, una a una, y se apagaban después entre las piedras del desierto, y cada vez Janine se iba abriendo un poco más a la noche. Respiraba, olvidaba el frío, el peso de la existencia, la vida demente o inmóvil, la prolongada angustia de vivir y de morir. Después de haber escapado alocadamente durante tantos años huyendo delante del miedo, por fin podía detenerse. Al mismo tiempo le parecía volver a encontrar sus raíces, como si la savia volviera a subir por su cuerpo, que ahora ya no tiritaba. Apretando todo su vientre contra el parapeto, proyectando su tensión hacia el cielo en movimiento, solamente esperaba que su corazón, todavía alterado, se apaciguara a su vez, y que al fin se hiciera el silencio en ella. Las últimas estrellas de las constelaciones dejaron caer sus racimos algo más abajo, sobre el horizonte del desierto y se inmovilizaron. Entonces, con una insoportable suavidad, Janine empezó a llenarse con el agua de la noche, venciendo al frío, subiendo poco a poco del centro oscuro de su ser y desbordándose en oleadas ininterrumpidas hasta llenar de gemidos su boca. Un instante después el cielo entero se desplegaba sobre ella, tendida sobre la tierra fría.
   Cuando Janine regresó con las mismas precauciones Marcel no se había despertado. Pero lanzó un gruñido cuando ella se acostó y unos segundos después se incorporó bruscamente. Habló, y ella no comprendió lo que decía. Se levantó y encendió la luz, que la golpeó en pleno rostro. Se dirigió tambaleándose hacia el lavabo y bebió largamente de la botella de agua mineral que había allí. Ya iba a meterse entre las sábanas cuando con una rodilla encima dela cama la miró a ella, sin comprender. Estaba llorando a lágrima viva, sin poder contenerse. «No es nada, mi amor—decía ella—, no es nada.»
Albert Camus

Santiago Carbonell

2 comentarios:

  1. Qué tema, amigo Antonio, qué tema.

    ResponderEliminar
  2. La grandeza de Albert Camus, amigo Enrique, es la aplicación universal de este, uno de sus relatos inmortales.
    Pensar, sólo pensar, qué habría podido suceder si el camino trazado, tras una juventud alegre y de estudio, fuese otra ruta que no se pareciese a la vida triste y desafortunada que había elegido, es uno de los pensamientos más peligrosos que existen.
    Es el verdadero adulterio.

    Un fuerte abrazo, Enrique.

    ResponderEliminar