domingo, 12 de septiembre de 2010

EL CUENTO

EL SILENCIO Y LA NATURALEZA

Antonio Campillo Ruiz

 
   El viento creaba remolinos de hojas secas acá y allá. Se habían sentado sobre unas rocas al lado izquierdo del camino que conducía al pueblo.


   ¿Te cuento un cuento? El muchacho asintió con la cabeza. El viento seguía siendo fuerte como todas las tardes. La muchacha, girando el cuerpo hacia él y mirándole fijamente la cara, empezó a hablar. Bien. Érase una vez… un joven álamo blanco que vivía con sus amigos formando una fila muy bonita. En el pueblo la llamaban la alameda. Hacía muy poco tiempo que los habían trasplantado desde un incómodo recipiente de tierra negra y rara.


   La tierra donde lo plantaron sí le gustaba. Era fina, arenosa, y siempre estaba húmeda. Todos crecían y crecían con despreocupación y dejaban que, alguna vez, una hilera de hormigas subiera por sus troncos y explorasen todas sus ramas. Les hacían cosquillas y arrancaban pequeños restos de corteza seca que eran molestos.


   Un día, como hoy, con un viento muy fuerte, el joven álamo se mecía sin poder evitar que sus hojas, casi blancas en el envés, se retorcieran. Dolía bastante. Con firmeza, con la voz silbante que sus hojas y ramas producían con el aire, le dijo muy fuerte al viento, “si no te calmas se lo diré a mi padre y silbará tanto que la gente vendrá a poner parapetos para detenerte”. 


   El pino y la casuarina cercanos, con el siseo suave que ocasionaba el viento al pasar entre sus agujas, le respondieron, 


“calla niño, este viento es bueno para mover nuestras ramas y limpiarnos”. “Sí, sí, estamos de acuerdo” decían los altivos cipreses que se proponían sobrepasar la montaña lejana. Y la acacia, que se encontraba junto a la jacaranda, con su suave sonido de alas de gorrión, respondió enojada, “no, no, ¡no te quiero viento!, te exijo que te calmes porque  haces caer mis hojas”.


   Pero el viento no se serenaba. Con la multitud de sonidos que producía al pasar entre hojas…, ramas…, árboles…, parecía decir “ya es hora de que aparezca, ya es hora de que cantéis para mí la canción de todos los años, a coro, conjuntando vuestros sonidos a la vez”. Y así fue. Los árboles batieron sus hojas y ahuyentaron al silencio que, desde la mañana, se oía con serenidad.


   El muchacho trató de mover las manos y la narradora se las cogió, le miró fijamente a los ojos y le dijo “no, no me hables con las manos, cállate, sólo quiero oír tu silencio entre la suave música de la naturaleza. Abrázame y bésame, haz que no hable, haz que sea como tú, hazme sentir tu silencio”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario