sábado, 9 de abril de 2016

ABECEDARIO: E

EUGENIA

Antonio Campillo Ruiz

 Helena Nelson Reed

   Eugenia sintió un profundo pinchazo que atravesó su pecho. El inicio de un mal presagio se estaba gestando. En su pubertad, la abuela Catalina le repetía con frecuencia su cualidad diferenciadora: sería una mujer que podría sentir el tiempo. Nunca especificó qué tiempo sería pero estaba convencida de ello y repetía sin cesar una salmodia pagana premonitora de su afirmación. No, la abuela no era ninguna bruja, simplemente era una mujer que creía en el sonido del viento, el color de las nubes al atardecer y la niebla de la mañana. La Naturaleza la había dotado de una sensibilidad especial que, posiblemente, sería hereditaria. Los grandes ojos verdes de aquella muchacha púber que fue, poseían una vivacidad especial pero, con mucha frecuencia, destilaban un líquido incoloro que al llegar a su boca lo paladeaba salado. Se emocionaba con la voz recia, dulce y autoritaria con la que Catalina, la abuela, contaba historia tras historia, llevándola de la mano, por el inmenso bosque imaginario en donde se cruzaban caminos todavía desconocidos.  

 Helena Nelson Reed

   Eugenia se acaloró y jadeaba levemente tras subir el pequeño cerro en donde se encontraba “…el lugar más bello del mundo…” Los miles de aromas de un manto de plantas se unían al murmullo quedo y repetitivo del agua remansada, tan límpida  que reflejaba como un espejo el cielo, los árboles, e incluso su propia figura. Sí, su rincón era un remanso del río que, habiendo erosionado las débiles orillas formaba un ensanche que anegaba una buena extensión de terreno. Cuando niña se bañaba en él con sus amigos y hermanas casi todos los días del corto y caluroso verano. El pueblo se encontraba entre la ladera de las montañas y la inmensa llanura. Inspiró con fuerza, con mucha fuerza, tratando de que penetrase en sus pulmones aquel fresco que procedía de un entorno tan recóndito como apacible y desconocido. Se sentó en una lasca plana junto al agua que se deslizaba mansamente hacia la pequeña represa que existía en el curso del río. Quedó mirando embelesada el agua, los árboles, la tardía floración y las yerbas que, al pisarlas por la larga y empinada senda, desprendían un aroma a savia de heno embriagadora. Manejado como sabía hacerlo, el tiempo voló ante ella sumiso, como predijo la abuela Catalina. Tendió sobre el agua el manto de los recuerdos y ordenó, altiva, al tiempo que pintase en él las escenas que guardaba para ella. Los amigos se quitaban el calzado y se introducían en aquella agua cristalina. Buscaban piedras con diferentes franjas de colores y formas. Las más valiosas eran las planas, muy planas. Al lanzarlas como pequeños platillos voladores sobre la superficie del agua, saltaban una vez tras otra tal cual si poseyesen vida propia. Después, todo el grupo caminaba lentamente a través del agua pisando, delicadamente, un fondo rocoso que ocultaba oquedades en donde tenían sus pequeños nidos los cangrejos.

 Helena Nelson Reed

   Eugenia se sorprendió cuando una nueva pintura del tiempo le mostró cómo caminaba sola por el empinado sendero y al llegar a la pequeña laguna se empezaba a desvestir. Nerviosa, miraba sin cesar hacia todos lados como buscando a quien pudiese romper el rito que, diariamente, realizaba sin que amigos ni familia lo conocieran. Cuando sólo quedaba sobre su cuerpo los pequeños pantalones veraniegos, con cuidado, lenta y bien afianzada a una invisible cachaba, avanzó hasta el centro del gran remanso. La fría agua relajaba sus piernas y cuando lanzó delicadamente su cuerpo hasta sumergirlo, experimentó unos leves pinchazos que le recordaron el disgusto de aquella agua al sentir su superficie rota y alborotada. Nadaba muy apaciblemente cuando sintió una extraña caricia en sus pequeños y erectos pezones. Sus pechos, en la primera fase de formación todavía, se electrizaron y con rapidez trató de ponerse de pie. Un doloroso roce en las rodillas le indicó que el lecho se encontraba, en esa zona, a muy poca distancia de la superficie del agua. Comprendió con rapidez lo sucedido. Las redondeadas piedras del fondo, aquellas que buscaban con afán ella y los amigos, le habían acariciado sus pezones debido a la escasa profundidad. ¿O había sido por otro motivo? Nunca lo supo y volvió a soñar con aquel instante que nunca desaparecía de un recuerdo tan especial como celosamente guardado.

 Helena Nelson Reed

   Eugenia miró hacia todos lados. Comprobó que se encontraba sola con el tiempo, el agua y la naturaleza y empezó a desvestirse como hacía tantos años. Con sólo sus pequeños pantalones cortos se fue introduciendo en la laguna y nadó ansiosamente hacia el lugar donde se encontraba el bajío con gran cantidad de pequeñas piedras redondeadas.  

3 comentarios:

  1. Me fue junto con Eugenia. Besitos

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  2. Lindo relato. Y unas imágenes muy bellas.

    Un fuerte abrazo.

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  3. Me has sumergido en esa historia, maestro Campillo ... quien pudiera ser Eugenia, siempre.
    Un abrazo, amigo

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