domingo, 8 de septiembre de 2019

EL VIAJE


PELÍCULA EN DIRECTO

Antonio Campillo Ruiz


   El renqueante y destartalado tren respiraba con agobio entre las escarpadas montañas. Túnel tras túnel, los gases exhalados e incluso partículas sólidas, ennegrecían cristales, carruajes, maderas y compartimentos en los que, viajeros hacinados en estrechos asientos, soportaban con estoicismo todas las adversidades del largo viaje. Las conversaciones giraban en torno al deficiente diseño de las ventanillas que, sujetas al marco de madera que soportaban sus pesados cristales, se debían subir y bajar agarrando una lengüeta de cuero sujeta a ellas. Su cierre era tan defectuoso que la humareda desprendida por el combustible quemado de la locomotora, densa y negra, persistía en el interior de los departamentos. A veces, los trozos sólidos que expulsaba eran tan grandes que un niño se entretenía en quitar pequeñas partículas negras del pan que comía con parsimonia. No lo acompañaba con nada. Su madre, sentada frente a él, le miraba fijamente y le animaba para que comiese. Un viajero le ofreció al niño una loncha de jamón. El niño miró a su madre. Le asintió con los ojos y, cogiendo la loncha, observó con ansia el sudor goteante del tocino. Tenía un aspecto muy sabroso. Lo puso sobre el pan y, con placer, mordió su nuevo bocadillo.


   Otro túnel. Una luz tenue, colocada sobre el primer asiento, así lo indicaba. Con la rapidez que proporciona poder eludir la gran humareda, los hombres se levantaron al unísono y dirigiéndose a la ventanilla la cerraron, poniendo una tela en los huecos entre ventanilla y marco. El calor era asfixiante. Los hombres permanecían apoyando sus manos a la tela protectora. Se encendieron dos luces amarillas situadas en el techo. Acababan de entrar en el túnel. La pálida luz se adueñó del compartimento y, ante su débil potencia, una joven que leía dejó, sobre uno de los asientos de skay, el libro que mantenía en sus mano. Había cerrado y abierto su libro tantas veces que pensó en desistir de seguir haciéndolo. Su cuerpo se movía con el traqueteo del tren, su olfato se había impregnado, a los pocos minutos de emprender el viaje, de la mezcla de mil olores diferentes, el sordo retumbar de las ruedas y el cuchicheo de sus compañeros era perenne, sólo podía acariciar las ásperas hojas de papel, de un color blanco sucio y deslizar suavemente su mirada por las letras, casi móviles, impresas en ellas. No disfrutaba de los acontecimientos que llegaban a su mente ni podía imaginar la relación entre ellos.


   La salida del túnel se adivinó cuando las luces volvieron a apagarse. Los hombres quitaron con rapidez el trapo y abrieron la ventanilla, no sin un gesto recriminatorio por parte de la señora que viajaba junto a ella, en el sentido de la marcha. El aire que entraba con fuerza, aun siendo agradable, despeinaba sus cabellos cuidadosamente arreglados. Nunca había viajado en esta clase intermedia en la que, al calor y falta de transpiración del asiento, había que sumar la categoría social de las personas que viajaban junto a ella. Una madre vestida totalmente de negro y delantal con pequeños dibujos grises, a la que acompañaba, supuestamente sin pagar, un niño que comía todo el tiempo pan. Tres hombres que, más de una vez habían pisado sus costosos zapatos de charol al levantarse para cerrar y abrir la ventanilla, vistiendo unas ropas de temporadas pasadas. Uno de ellos era joven y un poco desaliñado, los otros, ya entrados en años, con canas en su pelo y piel demasiado curtida para su gusto. Incluso, uno de ellos no dejaba su maletín de viaje ni a sol ni a sombra. Ninguno la atrajo ni tenían el rostro con pómulos alzados como a ella le gustaban. Sí, le gustaban los hombres bellos y bien arreglados. Menos mal que junto a ella ocupaba su asiento una joven de pelo rojizo, enmarañado y corto. No entendía cómo una chica como aquella llevaba ese pelo tan corto y sin arreglar. ¡Ah!, por supuesto, no llevaba pintura ni en uñas ni ojos.. Menos mal que vestía pulcramente pero, los pantalones ceñidos dibujaban sus piernas.  Una indecencia. Utilizaba unas gafas redondas de concha y cristales gruesos.  Sólo leía y leía. Casi seguro, un viejo libro de aventuras. Estaba muy enfadada con su hermana porque al avisarle que tendría que volver a casa, lo hizo con tanta urgencia que los billetes de la clase superior estaban agotados. Además, aquel insoportable calor había deteriorado su maquillaje y parte de los finos trazos en los párpados de sus ojos. Un desastre de viaje.






   Un largo y bronco silbato lanzó al aire un chorro de vapor a la vez que emitía un estridente sonido. Llegaban a una estación. El hombre que nunca dejaba su maletín salió al pasillo para identificar el lugar. A pesar de su aparente serenidad se apreciaba un gesto adusto y serio. Cometió un error al aceptar el encargo del administrador de la empresa en la que, tan solo desde hacía cuatro meses, trabajaba. Responsabilidades de esta categoría tendrían que ser asumidas por orden de antigüedad. Lo había pensado mucho y, de acuerdo con su esposa llegaron a la conclusión de aceptar esta importante confianza porque le podría ayudar a implantarse en la empresa. Aquel pequeño maletín le preocupaba más cada momento. Su deseo de llegar a destino y entregar, previo recibo legalizado del receptor, el material que transportaba le estaba agotando de ansiedad. Su preocupación, si todo se desarrollaba correctamente, era que se hiciesen habituales para él estos transportes cuya responsabilidad recaía tan solo en él.

Debía de estar atento para bajarse antes de que el tren llegase al final de su trayecto. Le esperarían y no deberían verle llegando a un lugar tan lejano de su ciudad de origen. A pesar de llevar su maletín en la mano, todos sus compañeros de viaje sospechaban que no era el lugar donde debería de apearse. Estaban en medio de la nada y la parada era técnica más que de llegada o salida de viajeros. Era un apeadero de mala muerte. El niño tocó con delicadeza el acolchado y suave dibujo en terciopelo del maletín. El hombre dio un respingo y se lo cambió de mano. Pareciese que en él llevase un delicado regalo y no deseaba que le ocurriese nada. Paseó inquieto por el pasillo mientras cargaban a la locomotora de agua y la tripulación iba y venía. Un nuevo y largo pitido indicaba que el tren se ponía nuevamente en marcha y el hombre volvía a su asiento sujetando el maletín sobre su regazo.


   Todo sucedió muy rápido. Al llegar a la penúltima estación, tras su correspondiente y estridente silbato, el tren paró y el jefe de estación anunció que solo se detendría tres minutos. El hombre del maletín se levantó con rapidez y los otros dos hombres, que jugaban a las cartas, aparentemente sin mostrar inquietud alguna, se abalanzaron sobre él y le cogieron de los brazos quitándole el maletín. Uno de ellos sacó unas esposas y trató con dificultad de colocarlas en las muñecas del hombre que se debatía sorprendido. Uno de ellos dijo ser policía y que en ese momento quedaba preso por robo y contrabando. El niño miraba como si se tratase de la acción de una película, la chica del libro lo había dejado caer al suelo, la señora emperifollada dio varios grititos de lo que parecía miedo y la madre del niño decía calladamente que ya le había escamado a ella que siempre anduviese con el maletín cogido, hasta para abrir o cerrar la ventanilla en un túnel. Cuando todo acabó y la serenidad se adueñó nuevamente del compartimento, las tres mujeres y el niño quedaron solas y en silencio. Nadie dijo ni una palabra ante unos hechos que vivieron intensamente y contarían en función de sus apreciaciones personales. El tren llegó a su destino con tres minutos de retraso, el bullicio se apoderó de los viajeros y la indiferencia que provoca la prisa por llegar, no se sabe muy bien dónde, se apoderó de todo el gentío y cada una de las mujeres, una con el niño fuertemente cogido de la mano, inició un camino que, ¿por qué no?, podrían cruzarse un día para visionar en directo otra película mucho más increíble que las filmadas en celuloide.

Antonio Campillo Ruiz  


8 comentarios:

  1. Estupendo! Me has proporcionado un magnífico viaje mañanero en esta de domingo. Gracias quijotescas y continúa en la brecha reinventándote de continuo. Un abrazo.

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    1. ¡Gracias, Maestro! Siempre me agrada tu persistencia para la lectura: mañana, bien temprano, desayuno calentito y lectura de todo tipo. Después, a escribir un rato y al juzgado. Tus consejos son mandatos, Maestro. Un abrazo.

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  2. Sí que es una película llena de atención y detalles. O como primer paso, un excelente guión.
    El talento de saber mirar...

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    1. Tu pasión por el cine, Anamaría, posiblemente, te ha conducido por los mismos derroteros que pensaba yo cuando escribía, seguido y rápido, este pequeño “guion”. Es posible que pudiese serlo pero, como tú, lo que más deseo es saber mirar con pulcritud y muy pausadamente. Un abrazo, querida amiga.

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  3. Es como un libro de historia, querido amigo: MAGNÍFICO

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    1. Me alegro de que te guste, querido amigo Enrique. Como siempre me magnificas y, eso no es bueno. Puedo creerlo y entonces moriré. Un abrazo muy fuerte.

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  4. Cualquier viaje en tren puede transformarse en una película.
    Me ha gustado mucho tu vídeo.

    Un fuerte abrazo, me reincorporo a la blogosfera aunque siga en Sudamérica.

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    1. ¿Qué importancia tiene el espacio y el tiempo, Myriam? Puedes estar dando saltos por el mundo, siempre me agradarán tus comentarios y críticas. El tren es fuente inagotable de fantasías cumplidas o añoradas. Un gran abrazo, viajera mundial.

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