domingo, 15 de septiembre de 2019

VIVIR SIN MATAR


EL JOVEN QUE QUERÍA SER ÁRBOL

Antonio Campillo Ruiz


   Aquel día comió un poco de arcilla. Hizo una masa poco densa y fue diluyéndola en la boca. No era tan chirriante como la arena. La arena que había comido el día anterior, a pesar de ser muy fina, no podía masticarla y notaba en su boca todas sus partículas. Ninguna de las dos poseía un sabor que fuese comparable a la comida que había deglutido hasta estos días pero contenían gran cantidad de sales minerales, con los elementos asimilables necesarios. Posiblemente, debió recogerla en el lugar donde el alfarero del pueblo la obtenía y hacía sus mezclas. Todos sus trabajos eran muy apreciados y muchos niños roían con deleite los búcaros, casi recién horneados, que no poseían adornos ni pinturas. Sería una labor difícil porque el alfarero nunca dijo dónde se dirigía, con su eterno saco al hombro, antes del amanecer. Hacia media mañana, volvía con el saco lleno, como si hubiese ido hasta una tienda para comprar la arcilla, ya preparada, que se transformaría en sus tiestos. Le preguntaría si le dejaba acompañarle para recolectar un kilo de su arcilla.


JUL. ¿Qué traes  en esta bolsilla?

CLAR. Unos pedazos de búcaro
que come mi señora; bien los puedes
comer, que tienen ámbar.
JUL. No los gasto de Portugal.

Lope de Vega: “La Dorotea”

   El alfarero se extrañó de la insólita petición. Le preguntó para qué quería aquella pequeña cantidad de su arcilla. El joven balbució unas palabras ininteligibles y dejó la pregunta en el aire hasta que este se enrareció. No, no puedes venir conmigo porque ese lugar es secreto, le dijo el alfarero. Insistió e insistió el joven hasta que, cansado, cuando ya se marchaba, aquel hombre, de piel requemada por el sol y la lumbre de su horno, le dijo que le traería lo que quería si le decía para qué necesitaba la arcilla. El joven, entre avergonzado y preocupado, mascullando las palabras, le dijo que la necesitaba para comer. La expresión de sorpresa del alfarero denotaba incredulidad y malestar. No, la arcilla, no se come, le dijo muy serio. “Pues, yo la necesito para ser como un árbol, no para comerla por la piel blanca como hacen muchos”. 


   Desde niño, hablando con su abuelo, le preguntaba la razón por la que los animales, e incluso algunas plantas, necesitaban a otros seres vivos para crecer. No lo entendía. El abuelo, hombre ladino de compleja autoformación, después de pensar un tiempo, aclarar su garganta y fijando la mirada en un punto indeterminado del suelo, contestó, con palabras que se negaban a salir de su boca: “Nene, así está creado este mundo: unos tienen que morir para que otros puedan vivir. ¿Sabes lo que es un contrasentido? Pues, igual. Es como una gran rueda que crece a pesar de destruir el lugar por el que pasa.” Desde aquel día su interés por este dilema le llevó a leer y leer libro tras libro sobre la Naturaleza y el especial equilibrio entre los seres vivos. Cuando, ya hubo leído muchos libros, concluyó que la relación vida/muerte poseía enormes defectos. Matar, para descuartizar los despojos y comerlos, le resultaba humillante para quien muere y para quien mata.



   Se hizo miles de preguntas a las que no podía responder. Trató de comprender a los animales herbívoros y le repugnó que destruyesen hojas y tallos sin considerar el estado en el que dejaban a las plantas, de las que subsistían. Incluso, si eran utilizadas para el consumo humano, eran cortadas en su totalidad y su savia se derramaba indicando, tanto su dolor como su muerte. Sorprendente y brutal. Cuando comprendió que, sin muchos de estos animales herbívoros, no podía desarrollarse la vida de quien se alimenta de ellos, pudo comprobar el gran error energético que suponía transformar la materia vegetal en animal para, después, ser transformada, a su vez, en otra que pertenecerá a un animal insectívoro, carnívoro puro e, incluso, omnívoro, el que requiere mayor y más diversa materia orgánica. Un gran desorden energético y de una complejidad muy diferente. Según la materia, pasa de una especie a otra: requiere diversos procesos de digestión, asimilación y transformación química. Su admiración por la Naturaleza se tambaleaba.


   ¿Por qué no asimilaban todos los seres vivos sus necesidades energéticas para desarrollarse y vivir sin matar, como las plantas, como esos majestuosos árboles alimentados solamente por ese grupo de tres compuestos: agua, unos pocos minerales inanes y luz solar? Nunca encontró, a pesar de sus inmensas lecturas y búsqueda en bibliotecas y laboratorios, una transformación más sencilla y eficaz. Este era el menú que hacía de las plantas seres enormes, potentes y longevos. Eran como laboratorios de transformación de los “alimentos” más sencillos y abundantes en nuestro querido planeta Tierra. Pero, lo más importante, lo verdaderamente especial de esta “dieta” era que nunca tenían que destruir a otros congéneres para poder vivir. Se podría apuntar, el proceso de contaminación por oxígeno de las plantas pero los animales, tal como los conocemos, lo necesitan.


   El joven, encandilado por el sencillo proceso de la fotosíntesis y el agua con minerales, sin tener en cuenta el complejo mundo de todas sus reacciones químicas, pensaba que el medio para conseguir esta dependencia tan peculiar debería adquirirse, al igual que se realizó anteriormente, de la evolución. Así, al iniciar él un proceso diferente de asimilación de nutrientes, con el tiempo, sus descendientes y los descendientes de ellos, hasta conformar un largo y constante cambio, llegarían a adaptarse y, por tanto, a evolucionar en el sentido que lo habían hecho las plantas. Incluso intuía que, al estar nuestra estructura más íntima y minúscula basada en partículas cuya naturaleza era la luz, las supercuerdas vibrantes que conforman la materia, asimilando luz, la construcción del esqueleto vivo, en su fase más sencilla, podría evolucionar muy rápidamente. Con estos pensamientos en su vertiginosa mente le alcanzó, tomando el sol desnudo en la terraza de su casa, el primer pinchazo, fuerte, seco, en el interior de su intestino. Era el pago que debía realizar por ser el primer ser humano que empezaba el largo proceso evolutivo de transformación a partir de la asimilación de la materia necesaria para vivir sin matar, para aprovechar los recursos inanes y cuasi inacabables que existían en un planeta pequeño, azul, bello pero con peculiaridades no deseables entre los seres vivos que lo habitan. En menos de cien mil años la transformación se habría realizado, pensó mientras seguía asimilando la luz solar.

 Antonio Campillo Ruiz  




“Niña del color quebrado,

o tienes amor o comes barro”

Luis de Góngora: “Letrillas”



1 comentario:

  1. Ay, Antonio, querido profesor, leeeerte es aprender a rezar, a sentir, a querer, a tener miedo, a tener sentido ... a vivir, a aprender a vivir y eso tan antiguo de aprender a aprender.
    Me quedo con esa frase que yo he "soltado" de tu artículo: "Matar, para descuartizar los despojos y comerlos, le resultaba humillante para quien muere y para quien mata."
    Un abrazo muy fuerte

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