domingo, 3 de mayo de 2020

ABECEDARIO: R


RAMIRA

Antonio Campillo Ruiz

Joaquín Sorolla

   Ramira percibía la cálida mano de su hija mientras caminaban por la playa durante su paseo cotidiano. La brisa elevaba el suave pelo de la niña al cielo. El monótono y agradable juego del mar con la arena, a veces, se entremezclaba con sus pies, desnudos. La suave temperatura ambiente las envolvía y acariciaba sus cuerpos sin enfriarlos. Pilar, su hija pequeña, solicitaba, desde hacía bastante tiempo que le contase un cuento todas las tardes y, ella, después de haber acabado todos los que contenía “Cuentos al amor de la lumbre”, a pesar de no tener lumbre, empezó a inventarse historias que a la pequeña le entusiasmaban. Con el tiempo, a la vez que la niña crecía, apreció su gran imaginación y tuvo una idea que había resultado, además de didáctica, muy agradable: después de contarle “su” cuento a la niña, esta, debía de contarle uno a ella pero con la condición de que los cuentos deberían ser imaginados, no leídos previamente. Y, así empezó un largo y constante ir y venir de cuentos entre las dos. Aquella tarde, la luz del atardecer no se filtraba por las nubes que se aplastaban contra el cielo pintándolo de un color blanquecino. Empezó a hablarle a la niña e inició, sin percatarse, su cuento:

Joaquín Sorolla

En un país lejano, muy lejano, había un pueblo pequeño, muy pequeño, rodeado de montañas. El pueblo no tenía caminos para entrar o salir de él porque las montañas eran muy altas, muy altas. Todos los hombres y mujeres trabajaban en los campos pequeños, muy pequeños, que abrazaban con cariño todas las casas del pueblo. Todos estaban siempre tristes, muy tristes. Alguna vez, un niño peguntaba a sus padres por qué estaban tristes. Siempre respondían que se encontraban solos, que nadie iba con ellos al huerto, que no veían a nadie cuando trabajaban. Los niños también estaban tristes. Nadie estaba con ellos cuando sus padres estaban trabajando. Un día, llegó al pueblo un artista que era mago. Nadie sabía cómo había podido llegar, sin caminos, al pueblo. Dijo que, como era mago, había llegado por una senda que sólo él conocía. Hablo con todos los vecinos y les preguntó por qué estaban tan tristes. Ellos le dijeron que siempre estaban solos, que nadie les acompañaba porque cada uno estaba en su pequeño campo trabajando. Entonces, el mago, que era muy bueno, muy bueno, empezó a pensar y pensar, y miraba y miraba a las personas, y las volvía a mirar, y pensaba y pensaba, hasta que un día les dijo a los habitantes del pueblo, que ya eran muy amigos de él, que había encontrado la solución para que siempre estuviesen acompañados. Solicitó del herrero que le diese un pico y una pala y se dirigió a las montañas. Y, tardaba días, y días, y días, y nunca volvía. Hasta que una noche muy oscura, el mago volvió al pueblo y dando muy fuerte con el pico a la pala, hizo mucho ruido para despertar a todos. Con caras somnolientas, los habitantes del pueblo salieron a la plaza y el mago dijo: “Amigos, ya está todo solucionado. Desde mañana, siempre tendréis a un amigo que irá con vosotros a todas partes”. Todos se miraron, se rieron, aplaudieron y empezaron a bailar y cantar hasta que quedaron durmiendo en la plaza, unos sobre otros. A la mañana siguiente, cuando fueron despertando se limpiaban el polvo que tenían del suelo de la plaza y cada uno marchó a las labores de su pequeño campo. Eran las nueve de la mañana cuando uno de los habitantes del pueblo llegó corriendo y gritando desde su pequeño campo. Iba diciendo: “Me persigue, siempre me persigue y es, unas veces muy grande y otras muy pequeño…” Las mujeres y niños que habían quedado en el pueblo salieron para comprobar qué sucedía y, entonces vieron que en el suelo había una persona de color negro con cada uno de ellos… Salieron corriendo y su acompañante iba siempre tras los niños, que lloraban de miedo y tras las mujeres, cuyas faldas dobles y enaguas volaban al viento. Al poco tiempo fueron muchos hombres los que vinieron asustados, cada uno con un acompañante. Entonces, el mago, en medio de la plaza, los paró a todos, que tiritaban de miedo y les dijo con voz potente: “Mirad las montañas. Les he quitado con el pico y la pala que me llevé las altas cimas y ahora, el Sol llega hasta vosotros y os regala un acompañante para siempre. Se llama SOMBRA”. Todos miraron hacia las montañas y apreciaron que eran más bajas y una luz cegadora no les dejaba abrir los ojos. Varios niños empezaron a jugar con sus acompañantes que siempre hacían lo mismo que ellos. Y se divirtieron mucho, Y los mayores también se movieron para hacerse amigos de sus acompañantes y todo el pueblo fue muy feliz desde ese día porque ya tenían un acompañante para siempre”.  
     
Joaquín Sorolla

   Ramira, acababa de contar el cuento de aquella tarde a su hija y esperaba, no sin impaciencia, que la niña creara el suyo para escuchar su dulce voz. Había dormido inquieta y se encontraba un poco turbada porque su desvelo nocturno había sido el culpable de un cuento que, posiblemente, había turbado la inocente mente de su pequeña. A pesar de ello no comentó nada y esperó pacientemente mientras, en silencio, ambas, sentadas en la arena de una pequeña duna muy cercana al agua, miraban el suave vaivén de las olas, casi lamiéndoles los pies. De pronto, la fina y cantarina voz de la niña sonó sobresaltándola. Escuchó con atención.

Joaquín Sorolla

“Había una vez una niña que vivía en una pequeña playa, muy pequeña. Su papá era pescador y su mamá se ocupaba de la casa y de un pequeño, muy pequeño huerto que tenían detrás de la casa, que era muy pequeña, muy pequeña.
Su papá se iba siempre, al amanecer, a pescar. Su mamá hacía la comida y la niña estaba con ella, en la mesa de la cocina, haciendo los deberes que le había puesto su papá antes de marcharse.
A la una de la tarde, salía hasta la orilla del mar, con dos o tres peces pequeños liados en un papel. Le gustaba mucho encontrarse con su amiga, aquella gaviota tan grande a la que acariciaba y estaba muy caliente. La gaviota, que siempre la esperaba junto a las rocas que había en la parte derecha de la playa, comía los peces que le daba la niña con mucha hambre. Allí estaban las dos amigas hasta que su mamá la llamaba para comer.
Un día, la gaviota le dijo si le gustaría aprender a volar. La niña se extrañó de que un pájaro tan grande pudiese hablar. Le dijo que sí, que le gustaría mucho saber  volar  porque iría recorriendo todos los mares del mundo y comiendo peces pequeños, como los que ella le llevaba. Entonces, la gaviota le dijo que podía cogerla con sus patas y la enseñaría enseguida a volar. La niña le dijo que tendría que decirlo a su mamá y a su papá porque si tardaba en llegar a casa se preocuparían. La gaviota le dijo que sería muy poco tiempo y que no hacía falta que se lo dijese a nadie. La niña, le contestó que, si era poco tiempo, podrían ir. La gaviota le dijo que empezarían el  vuelo en ese momento. Se subio sobre los hombros de la niña  y cerró sus garras sobre su ropa. Aleteaba muy fuerte porque el peso de la niña era más grande que el de un pez pero, poco a poco, se fue elevando, ayudada por la brisa marina. Cuando el vuelo era ya elevado, la niña se maravilló de la vista de la tierra desde el cielo. La gaviota continuó su vuelo y al poco rato se dirigió a un saliente en el lejano acantilado y dejó caer a la niña sobre un nido en el que había tres polluelos. No se hizo daño porque el nido era muy mullido por las plumas que tenía pero los polluelos empezaron a picotearla y le hicieron daño, mucho daño.” 

Cuando la niña acabó su cuento, el ocaso de un sol que tiñó de rojo el cielo claro y luminoso, no dejó que la niña pudiese apreciar la lágrima que caía por la mejilla de su madre. Aquella inocencia y serenidad con la que su hija le contó aquel cuento, aquel martilleo de las palabras mamá y papá, aquel candor tan triste, la había emocionado tanto que se encontró abrazando fuertemente a la niña, dejando de hacerlo al decirle la pequeña que la apretaba demasiado.

Joaquín Sorolla

   Ramira trató de comprender las entrelíneas de la narración de su hija y deseó que hubiese sido el resultado de una lectura. Pero, no, pensó inmediatamente, habían acordado que los cuentos de las tardes debían ser siempre inventados por ellas. Y lo cumplían. Posiblemente, sería una traslación de variantes de una lectura, se repetía con insistencia. No comprendía lo que desearía saber con todas sus fuerzas, con todo su corazón. Le pareció, no, no sabía lo que le pareció. Estaba tan confusa y tan emocionada que, tratando de calmarse, solo se le ocurrió decir a su hija que ya era un poco tarde y que enseguida, la humedad de la brisa marina, haría que tuviesen frío. Se levantaron de la arena y, cogiendo la cálida y pequeña mano de la niña, volvieron a casa mientras el lento y suave susurro del mar se hizo inaudible.

Antonio Campillo Ruiz  

Joaquín Sorolla


12 comentarios:

  1. El mago que hace vibrar al pueblo devolviendo la luz y con ello la compañía me parece espectacular. Más aún la respuesta de la niña con ese otro cuento donde el vuelo sea quizás la metáfora de la relación entre madre e hija.
    Muy acertadas las imágenes de Sorolla, maestro de la luz. También los fragmentos de vídeo y la música escogida.
    Querido amigo Antonio, muchas gracias por esta entrada tan oportuna para un día tan especial.
    Recibe un fuerte abrazo.

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  2. Hola, Antonio.
    Una entrada excelente, un relato con el que much@s Ramir@s podrían identificarse.
    Deseo que tú y tu familia estéis llevando bien esta experiencia del Covid.
    Saludos.

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  3. Very interesting blog. Thanks!
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