RAMIRA
Antonio Campillo Ruiz
Ramira
percibía la cálida mano de su hija mientras caminaban por la playa durante su paseo
cotidiano. La brisa elevaba el suave pelo de la niña al cielo. El monótono y
agradable juego del mar con la arena, a veces, se entremezclaba con sus pies,
desnudos. La suave temperatura ambiente las envolvía y acariciaba sus cuerpos
sin enfriarlos. Pilar, su hija pequeña, solicitaba, desde hacía bastante tiempo
que le contase un cuento todas las tardes y, ella, después de haber acabado
todos los que contenía “Cuentos al amor de la lumbre”, a pesar de no tener
lumbre, empezó a inventarse historias que a la pequeña le entusiasmaban. Con el
tiempo, a la vez que la niña crecía, apreció su gran imaginación y tuvo una
idea que había resultado, además de didáctica, muy agradable: después de
contarle “su” cuento a la niña, esta, debía de contarle uno a ella pero con la
condición de que los cuentos deberían ser imaginados, no leídos previamente. Y,
así empezó un largo y constante ir y venir de cuentos entre las dos. Aquella
tarde, la luz del atardecer no se filtraba por las nubes que se aplastaban
contra el cielo pintándolo de un color blanquecino. Empezó a hablarle a la niña
e inició, sin percatarse, su cuento:
“En un país lejano, muy lejano, había un pueblo
pequeño, muy pequeño, rodeado de montañas. El pueblo no tenía caminos para
entrar o salir de él porque las montañas eran muy altas, muy altas. Todos los
hombres y mujeres trabajaban en los campos pequeños, muy pequeños, que
abrazaban con cariño todas las casas del pueblo. Todos estaban siempre tristes,
muy tristes. Alguna vez, un niño peguntaba a sus padres por qué estaban
tristes. Siempre respondían que se encontraban solos, que nadie iba con ellos
al huerto, que no veían a nadie cuando trabajaban. Los niños también estaban
tristes. Nadie estaba con ellos cuando sus padres estaban trabajando. Un día,
llegó al pueblo un artista que era mago. Nadie sabía cómo había podido llegar, sin
caminos, al pueblo. Dijo que, como era mago, había llegado por una senda que
sólo él conocía. Hablo con todos los vecinos y les preguntó por qué estaban tan
tristes. Ellos le dijeron que siempre estaban solos, que nadie les acompañaba
porque cada uno estaba en su pequeño campo trabajando. Entonces, el mago, que
era muy bueno, muy bueno, empezó a pensar y pensar, y miraba y miraba a las
personas, y las volvía a mirar, y pensaba y pensaba, hasta que un día les dijo
a los habitantes del pueblo, que ya eran muy amigos de él, que había encontrado
la solución para que siempre estuviesen acompañados. Solicitó del herrero que
le diese un pico y una pala y se dirigió a las montañas. Y, tardaba días, y
días, y días, y nunca volvía. Hasta que una noche muy oscura, el mago volvió al
pueblo y dando muy fuerte con el pico a la pala, hizo mucho ruido para
despertar a todos. Con caras somnolientas, los habitantes del pueblo salieron a
la plaza y el mago dijo: “Amigos, ya está todo solucionado. Desde mañana,
siempre tendréis a un amigo que irá con vosotros a todas partes”. Todos se miraron,
se rieron, aplaudieron y empezaron a bailar y cantar hasta que quedaron
durmiendo en la plaza, unos sobre otros. A la mañana siguiente, cuando fueron
despertando se limpiaban el polvo que tenían del suelo de la plaza y cada uno
marchó a las labores de su pequeño campo. Eran las nueve de la mañana cuando
uno de los habitantes del pueblo llegó corriendo y gritando desde su pequeño
campo. Iba diciendo: “Me persigue, siempre me persigue y es, unas veces muy
grande y otras muy pequeño…” Las mujeres y niños que habían quedado en el
pueblo salieron para comprobar qué sucedía y, entonces vieron que en el suelo
había una persona de color negro con cada uno de ellos… Salieron corriendo y su
acompañante iba siempre tras los niños, que lloraban de miedo y tras las
mujeres, cuyas faldas dobles y enaguas volaban al viento. Al poco tiempo fueron
muchos hombres los que vinieron asustados, cada uno con un acompañante.
Entonces, el mago, en medio de la plaza, los paró a todos, que tiritaban de
miedo y les dijo con voz potente: “Mirad las montañas. Les he quitado con el
pico y la pala que me llevé las altas cimas y ahora, el Sol llega hasta
vosotros y os regala un acompañante para siempre. Se llama SOMBRA”. Todos
miraron hacia las montañas y apreciaron que eran más bajas y una luz cegadora
no les dejaba abrir los ojos. Varios niños empezaron a jugar con sus
acompañantes que siempre hacían lo mismo que ellos. Y se divirtieron mucho, Y
los mayores también se movieron para hacerse amigos de sus acompañantes y todo
el pueblo fue muy feliz desde ese día porque ya tenían un acompañante para
siempre”.
Ramira,
acababa de contar el cuento de aquella tarde a su hija y esperaba, no sin
impaciencia, que la niña creara el suyo para escuchar su dulce voz. Había
dormido inquieta y se encontraba un poco turbada porque su desvelo nocturno
había sido el culpable de un cuento que, posiblemente, había turbado la
inocente mente de su pequeña. A pesar de ello no comentó nada y esperó
pacientemente mientras, en silencio, ambas, sentadas en la arena de una pequeña
duna muy cercana al agua, miraban el suave vaivén de las olas, casi lamiéndoles
los pies. De pronto, la fina y cantarina voz de la niña sonó sobresaltándola. Escuchó
con atención.
“Había
una vez una niña que vivía en una pequeña playa, muy pequeña. Su papá era
pescador y su mamá se ocupaba de la casa y de un pequeño, muy pequeño huerto
que tenían detrás de la casa, que era muy pequeña, muy pequeña.
Su papá
se iba siempre, al amanecer, a pescar. Su mamá hacía la comida y la niña estaba
con ella, en la mesa de la cocina, haciendo los deberes que le había puesto su
papá antes de marcharse.
A la una
de la tarde, salía hasta la orilla del mar, con dos o tres peces pequeños liados
en un papel. Le gustaba mucho encontrarse con su amiga, aquella gaviota tan
grande a la que acariciaba y estaba muy caliente. La gaviota, que siempre la
esperaba junto a las rocas que había en la parte derecha de la playa, comía los
peces que le daba la niña con mucha hambre. Allí estaban las dos amigas hasta que
su mamá la llamaba para comer.
Un día,
la gaviota le dijo si le gustaría aprender a volar. La niña se extrañó de que
un pájaro tan grande pudiese hablar. Le dijo que sí, que le gustaría mucho
saber volar porque iría recorriendo todos los mares del mundo
y comiendo peces pequeños, como los que ella le llevaba. Entonces, la gaviota
le dijo que podía cogerla con sus patas y la enseñaría enseguida a volar. La
niña le dijo que tendría que decirlo a su mamá y a su papá porque si tardaba en
llegar a casa se preocuparían. La gaviota le dijo que sería muy poco tiempo y
que no hacía falta que se lo dijese a nadie. La niña, le contestó que, si era
poco tiempo, podrían ir. La gaviota le dijo que empezarían el vuelo en ese momento. Se subio sobre los
hombros de la niña y cerró sus garras
sobre su ropa. Aleteaba muy fuerte porque el peso de la niña era más grande que
el de un pez pero, poco a poco, se fue elevando, ayudada por la brisa marina.
Cuando el vuelo era ya elevado, la niña se maravilló de la vista de la tierra
desde el cielo. La gaviota continuó su vuelo y al poco rato se dirigió a un
saliente en el lejano acantilado y dejó caer a la niña sobre un nido en el que
había tres polluelos. No se hizo daño porque el nido era muy mullido por las
plumas que tenía pero los polluelos empezaron a picotearla y le hicieron daño,
mucho daño.”
Cuando la niña acabó su cuento, el ocaso de
un sol que tiñó de rojo el cielo claro y luminoso, no dejó que la niña pudiese
apreciar la lágrima que caía por la mejilla de su madre. Aquella inocencia y
serenidad con la que su hija le contó aquel cuento, aquel martilleo de las
palabras mamá y papá, aquel candor tan triste, la había emocionado tanto que se
encontró abrazando fuertemente a la niña, dejando de hacerlo al decirle la
pequeña que la apretaba demasiado.
Ramira
trató de comprender las entrelíneas de la narración de su hija y deseó que
hubiese sido el resultado de una lectura. Pero, no, pensó inmediatamente,
habían acordado que los cuentos de las tardes debían ser siempre inventados por
ellas. Y lo cumplían. Posiblemente, sería una traslación de variantes de una
lectura, se repetía con insistencia. No comprendía lo que desearía saber con
todas sus fuerzas, con todo su corazón. Le pareció, no, no sabía lo que le
pareció. Estaba tan confusa y tan emocionada que, tratando de calmarse, solo se
le ocurrió decir a su hija que ya era un poco tarde y que enseguida, la humedad
de la brisa marina, haría que tuviesen frío. Se levantaron de la arena y,
cogiendo la cálida y pequeña mano de la niña, volvieron a casa mientras el
lento y suave susurro del mar se hizo inaudible.
Antonio Campillo Ruiz